CONTRATAPA
En un velorio
› Por Leonardo Moledo
A las seis de la tarde llamaron para avisar que se había muerto el padre de Rodolfo y dejar la dirección del velatorio. Rodolfo había sido un transitorio compañero de oficina muchos años atrás y nuestra relación nunca había pasado de algunas charlas generales. La verdad es que nunca pensé que volvería a verlo; ni siquiera me acordaba de su cara. El llamado no tenía ningún sentido, pero en realidad nada tiene sentido, y además, no tenía nada que hacer.
El departamento “B”, segundo piso, de la casa de velatorios –que se estuvieran celebrando tantos velorios simultáneos en ese edificio hacía pensar en las fosas comunes– tenía, adelante, un hall donde se acumulaba la gente. De un lado, se abría la capilla ardiente, y del otro lado, la puerta de un pequeño cuarto que en ese tipo de lugares llaman “sala íntima”. Junto a la puerta de entrada, una kitchinette y una pileta donde se amontonaban ya los vasos de café, y justo enfrente, por una simétrica perversión de la arquitectura funeraria, un baño. Enormes coronas y palmas de flores estaban colocadas en el pasillo de entrada y en la capilla ardiente. No me gusta la capilla ardiente; en cambio, me encanta leer lo que está escrito en las coronas: “sus hijos”, “sus nietos”, “sus compañeros de trabajo”, “los directivos de la fábrica o la empresa”; son una especie de curriculum del muerto.
Me entretuve leyendo las cintas porque no conocía a nadie de los que estaban allí. Conformaban un séquito del muerto que funcionaba según sus propias reglas de parentesco, precedencia, legitimidad en la índole y el grado del dolor, que se me escapaban por completo. Traté de encontrar a Rodolfo, pero no lo vi. Fui hasta la salita íntima, dando un rodeo por la capilla ardiente. Dos mujeres encorvadísimas se balanceaban junto al cadáver.
Rodolfo estaba conversando animadamente con un amigo cuando yo entré, e instantáneamente bajó el tono de voz, adaptándose al que reinaba allá afuera, en el hall más grande. Había cambiado mucho, y tras un momento de vacilación, me presentó a su amigo: Alberto. Y yo le pregunté qué había pasado, cómo había sido. Es absurdo, porque en ningún lugar se sabe mejor que en un velorio qué fue lo que pasó. Sin embargo, a nadie le parece absurdo, y el pariente, en general se pone a contar todo con lujo de detalles escabrosos, terribles, y eso facilita la conversación, hace que las cosas sean mucho más llevaderas. Rodolfo me dijo que se había tratado de una enfermedad muy larga y que ese final había sido absolutamente previsible, y acto seguido empezó a describir la enfermedad con todo tipo de detalles repugnantes. A mí esos detalles, u otros, en realidad me daban lo mismo, sobre una persona que yo no conocía y que no me importaba nada, y sólo escuchaba, superficialmente, las terminaciones de las palabras, nombres de enfermedades que había padecido el padre de Rodolfo y que finalmente habían acabado con él: “...osis”, “...itis” y así. En ese momento entró un hombre mayor, alto, muy gordo, que vestía un traje marrón, que se sentó y preguntó cómo había sido. Rodolfo empezó otra vez a contar cómo había sido, con todos los detalles. “Y entonces, la flebitis, .... y entonces, ...osis, ...itis” y sin transición dijo que iba al baño porque no aguantaba más y salió. Llegó una mujer que se abrazó a Juan, sollozó un poco y después preguntó cómo había sido. Me gustó que en esa familia todos empezaran los velorios de la misma manera que yo y Alberto contó que la flebitis y eso. Juan y yo asentíamos, la mujer –que se llamaba “la Tía Amalia”– sollozaba y decía que todo había sido tan rápido y tan inesperado.
Rodolfo se había ocupado de aclarar muy bien que no había otro desenlace posible que no fuera éste, pero cuando la Tía Amalia dijo que todo había sido tan rápido y tan inesperado, todos dijimos que sí y nos quedamos mirando el piso, sin saber cómo seguir. En esos momentos lo que conviene es deslizar un comentario al pasar, sobre el tiempo, o algo así, y entonces a uno se le ocurren enseguida un montón de temas para seguir la conversación. Y en eso, volvió Rodolfo. La Tía Amalia lo abrazó y le preguntó cómo había sido. Rodolfo empezó a contarle todo de vuelta, y ella, con una perfecta sangre fría decía “qué barbaridad”, como si lo escuchara por primera vez y murmuraba que todo había sido tan rápido y tan inesperado. La Tía Amalia le preguntó a Rodolfo si había comido. Rodolfo contestó que no, pero que tampoco tenía hambre. La Tía Amalia insistió, y entonces propuse ir a un café, a comer un sandwich o dos sandwiches, por caso. Rodolfo insistió en que no tenía hambre, pero igual aceptó. Salimos al pasillo. Un grupo de tres personas estaba bajando por la escalera.
Y entonces me di cuenta. En medio de dos o tres personas bajaba Rodolfo; ahora sí lo reconocí perfectamente, y él me reconoció a mí. ¡Me había equivocado de piso! Rodolfo me abrazó sollozando, le pregunté cómo había sido, y él que también estaba bajando a comer algo, me habló de la “...itis,...osis.., itis”, mientras yo me daba cuenta, al fin, de que todos los velorios son iguales, de que todas las vidas son iguales, de que la muerte no iguala, como dicen la viejas sino que sólo revela una igualdad esencial, que nada importa nada, que nada significa nada.