Jue 23.09.2004

CONTRATAPA

Intimidad

› Por Sandra Russo

Uno de los ensayos que el novelista norteamericano Johnatan Franzen compiló en su libro Cómo estar solo trata sobre la intimidad. Termina, ese texto, con Franzen mirando por la ventana de su departamento: ve que en el edificio de enfrente, una pareja se prepara para salir. El hombre se pone su camisa blanca y mira televisión mientras su mujer se pasea por el living con una toalla en la cabeza y una bata blanca. Mantienen entre ellos diálogos cortos, probablemente informativos: puede ser que el hombre le esté preguntando a ella cuánto tiempo tardará en estar lista o que ella le esté preguntando a él quiénes irán a la fiesta. El hombre no termina de vestirse: algo en la televisión le ha interesado. La mujer sale del living y al instante vuelve a entrar, todavía con el turbante de toalla en la cabeza. Se repasa las uñas con un esmalte cuyo color Franzen no logra distinguir, pero que seguramente es rojo. El matrimonio no se mira. El le responde lo que ella le pregunta sin despegar los ojos de la pantalla y ella lo escucha sin dejar de mirarse las uñas. Franzen está ante una escena de la más completa intimidad. Después de un rato, que el hombre ha aprovechado para terminar de ponerse su traje, irrumpe la mujer y es casi otra: se ha peinado y lleva puesto un vestido sin breteles amarillo que le realza los hombros. Piensa, Franzen, mirando esa ventana cualquiera de Nueva York, mientras el hombre y la mujer apagan las luces del departamento antes de salir: ahí van, hacia lo público.
El ensayo de Franzen sobre la intimidad contiene varias líneas de pensamiento interesantes. Una de ellas es que el frenesí con el que la sociedad norteamericana defiende el derecho a la intimidad no sólo señala y enfoca uno de los grandes desvíos de la época (el que reúne, en un solo movimiento, la idea de intimidad con la idea de libertad, cuando la idea de libertad es muchísimo más amplia), sino que además encubre esa quisquillosidad con la que sin embargo se soportan cada día nuevas y más sofisticadas tecnologías que irrupción en la intimidad, una carencia aplastante y de la cual pocos se quejan: la minusvalía de la esfera pública. Franzen redactó ese ensayo cuando el informe sobre el escándalo Clinton-Lewinsky atraía la atención de la opinión pública. Y, como ciudadano, se declaraba “invadido” por información privada (sexo oral, vestidos manchados de semen, infidelidades, etc.) que no estaba interesado en saber. Un malestar impreciso lo recorría: cualquier adulto sabe que el sexo cruza las fronteras de oficinas y despachos, pero, decía, “como adultos que somos, ¿no podemos fingir que nadie mira?”. Lo que Franzen ensaya es un pedido de esfera pública respetuosa de las convenciones con las que una sociedad la inviste. Pero el problema con la sociedad norteamericana –inscripta en una tendencia que ella misma lidera– es que desde hace décadas se viene reformulando esa convención que define lo público: podría decirse que hoy la convención incluye sexo. Lo incluye hasta la guerra, de la que los norteamericanos extrajeron, pese a cualquier previsión, fotos porno.
¿A qué se le llama, en estos días, “intimidad”?, se pregunta el autor. Y se contesta: “Al derecho a que te dejen en paz”. Comparando la vida cotidiana de cualquier habitante de un pueblo o ciudad pequeña del siglo XIX con la de alguien cualquiera de una urbe contemporánea, es fácil advertir que la noción de intimidad ha salido triunfante. Las vidas antiguas –y las actuales, todavía, en ciertos pueblos– eran estrechamente monitoreadas sin necesidad de tecnologías. Lo privado no gozaba de ningún status que supusiera necesidad de “protección”. El culto a la intimidad, no obstante, ese derecho que unánimemente se defiende para hacer con la vida privada cualquier cosa que no provoque daños a terceros, no impide que las mismas sociedades contemporáneas que han generado ese culto generen en paralelo vidas privadas extraordinariamente tediosas y vacías. Cuando se apaga la luz, para la mayoría de los sujetos contemporáneos no se enciende nada. La noción de la intimidad es un falso resplandor sobre conductas rutinarias y mecanizadas, sobre vidas privadas, privadas también de ese tipo de accidentes (romances, deslices, vértigos, ardores) que el público consume a granel en programas del rubro y, en Estados Unidos, en best sellers en los que un ex presidente, por ejemplo, detalla cómo fue la primera vez que se dejó inflamar por la becaria. El goce de la intimidad ajena reemplaza el tedio de la propia. Miren el living de enfrente: verán una escena verdaderamente íntima. El hombre mira televisión. La mujer lleva los platos a la cocina.

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