CONTRATAPA
› HISTORIAS CON GALOCHAS
Matienzo, el domador permisivo
› Por Juan Sasturain
Habitualmente, al decir historia se habla por lo menos de dos cosas: lo que ha pasado y su narración. Con los galochas no es así, pues sólo disponemos del relato. Inverificables, comunidad devenida en grupo de personajes, existen más como memoria de cuentos que como referencia de hechos ciertos. En su opúsculo “Los galochas, gente de palabra”, el persuasivo profesor Augusto Mercapide, único experto y comentarista de la vida, obra y costumbres de esta esquiva comunidad que supo habitar las dilatadas fuentes del Orinoco, lo explica así: “Pueden no ser reales pero son en general verosímiles, y siempre ejemplares”. Y cita el caso de Matienzo, el domador permisivo.
Mercapide estableció hace ya muchos años una segmentación algo esquemática de la historia de los galochas que contempla la alternancia de dos ciclos equilibrados y complementarios evocadores del yin y el yang de los chinos y el otium et negotium romano. El profesor habla de una Luna del Pan y de una Luna del Circo como la no demasiado original solución hallada por los galochas a la hora de administrar las tendencias y/o necesidades sociales de laboro y jolgorio o simple alpedismo.
En un primer momento, tras superar una etapa anárquica (o dorada) de la que no han quedado testimonios en que tarea y festejo se entreveraban hasta confundirse, los siempre razonables galochas optaron por lo más elemental: el uno y uno. Laburaban un día y reposaban o jodían al siguiente. Luego extendieron los períodos a tremanas (suma de tres días) y finalmente al ciclo lunar completo. Así estuvieron hasta que –con la rutina misma de la alternancia y la falta de expectativas– descubrieron síntomas progresivos del único mal que no tiene perdón: el aburrimiento. Porque tanto el trabajo sin estímulo –cazar, pescar, curtir cueros y arreglar las goteras del techo de paja– era monótono, como las jodas sin objeto de tirarse con barro a la orilla del río o imitar a los pájaros escondido detrás de un árbol resultaban, a la larga, una plomada. Así, mientras los más agresivos durante el tiempo laborioso inventaron el cultivo, la industria y el Pan; otros más contemplativos e inquietos crearon, en los días de ocio, el entretenimiento en forma de diversión programada: el Circo.
Y ahí las cosas se entraron a mezclar. Repentinamente ansiosos con la invención (y la necesidad) de Pan y Circo, los pobladores de las fuentes del Orinoco se especializaron, descubrieron la competencia y cambiaron sus hábitos: de pronto, a nadie le alcanzaba el tiempo. Porque mientras los industriosos no descansaban durante el ocio para optimizar el trabajo, los cirqueros trabajaban todo el tiempo para organizar y perfeccionar la diversión. Cautivos del circo o esclavos del pan, los galochas ya no se aburrían. En un repentino ataque de extraña modernidad, habían inventado la alienación.
Mercapide no se extiende en detalles respecto de la Luna del Pan porque en ese sentido los galochas no zafaron demasiado de los procesos evolutivos comunes al resto de las etnias americanas. Se detiene, en cambio, en el notable grado de perfección alcanzado por el Circo. Así como otros pueblos fueron labradores, alfareros, tejedores, constructores, guerreros o escritores, puede decirse de los galochas que fueron un pueblo cirquero: mientras no estaban haciendo circo se dedicaban a entrenar y preparar futuras funciones. Así llegaron a un grado de perfección técnica y de minuciosidad en los detalles de montaje que los mejores artistas en las cuatro diferentes especialidades –payasos, equilibristas, ilusionistas y domadores– eran considerados máximos referentes culturales, motivos de orgullo y envidia.
De ahí proviene la excepcional fama de Matienzo, llamado “el domador permisivo”. Surgido cuando el circo ya era una disciplina consolidada y compleja, Matienzo rompió abruptamente con una tradición de grandes domadores cuya mayor virtud radicaba en la velocidad asombrosa de los resultados –Macrobio el Grande amansó un yaguareté en tres días– y la excentricidad de los efectos: el maestro Rugilo hacía nudos marineros con dos o más anacondas. A contrapelo de una espectacularidad cada vez más decadente, Matienzo entró en el mundo de la doma con una técnica asentada en tres negaciones: un apotegma radical –“No hay domador como el Tiempo”– y dos ideas muy simples pero sorprendentes: la negación de lo salvaje –“no hay nada que amansar”– y la equivalencia entre las mal llamadas bestias: “no hay animal pequeño”. Con esos principios desarrolló su originalísimo oficio de domador sin violencias ni subestimaciones. Y no exagera Mercapide cuando señala que en lo suyo no tuvo pares. Veamos si no.
Para Matienzo, domar no era amansar sino encauzar y así lo demostró cuando luego de dos años de paciente trabajo presentó, con el agua a la rodilla –y los huevos en la garganta, según los detractores– su primer increíble espectáculo: el Desfile de las pirañas. Durante quince minutos las ominosas dientudas fueron y vinieron en seis rigurosas hileras de una orilla a otra del río respondiendo a leves chasquidos de sus dedos sin que se advirtiera recompensa alimentaria alguna: “Es que lo disfrutan, sólo eso”, dijo Matienzo entre incrédulas ovaciones orilleras. Era sin duda un innovador. Y se ganaba muy bien el pan con su circo.
Riguroso, se tomó su tiempo. Recién cinco años después presentó un espectacular Coro de loros, con arreglo a tres voces y, tras casi otra década de preparación, El festival de las lombrices, su obra maestra, de la que lamentablemente se carece de datos precisos, aunque Mercapide sostiene que no fue bien comprendida. “Ellas no necesitan el aplauso: son sordas”, fue el único comentario del minucioso artista.
Lo notable es que en todos los casos Matienzo trabajó sin modificar el hábitat natural. Domador a domicilio, era él quien se metía a confraternizar en las peligrosas aguas apirañadas, se quedaba por años a vivir en el árbol de los loros silbando interminablemente o se acostaba durante una década sobre la tierra húmeda con la oreja en el suelo escuchando el roce, desculando el idioma táctil de las lombrices.
Durante todos esos años de investigación, Matienzo se fue alejando del circo o, mejor, de la esencia del circo, el entretenimiento, para incursionar en otros terrenos. Si domar no era amansar, tampoco era enseñar cosas antinaturales sino apenas –o nada menos– desarrollar las posibilidades de los bichos: incorporar saberes, no rutinas. Así, ya en los umbrales de a vejez, tras ser abucheada su algo anárquica Cuadrilla de patos turistas –aves migratorias que en lugar de cumplir con itinerarios y fechas prefijadas optaban libremente por diferentes destinos y períodos de vacaciones– cayó en desgracia cuando presentó a Pilar, la tortuga involcable, un veteranísimo quelonio de su propiedad que, puesta patas para arriba, había aprendido a darse vuelta tras ejercer un vigoroso balanceo. Los envidiosos lo acusaron de subversivo al socavar indirectamente una de las fuentes alimentarias de la comunidad: “Si las tortugas se avivan se acaba la sopa”, dijeron los galochas de la Luna del Pan. Y lo condenaron...
Sin el pan y sin el circo, Matienzo, el domador permisivo, partió sin pena y con Pilar al destierro entre animales. Nunca volvió.