CONTRATAPA
Corrupción, investigación y muerte en el municipio de Miriápolis
› Por Leonardo Moledo
Cuando Jorge Jaramillo asumió la intendencia de Miriápolis, una difusa sensación de corruptela prendió en la población e inmediatamente se inició una campaña de difamación. Llamaba la atención que el secretario de Cultura vendiera drogas en su propia oficina a quien quisiera comprarlas, que el secretario de Hacienda unificara por decreto el tesoro público con su patrimonio personal, que el secretario de Cultura demoliera las escuelas y vendiera los escombros, que el secretario de Salud Pública instalara en los hospitales negocios de electrodomésticos a nombre de su suegra. Pero eran sólo cosas que pasaban.
Sin embargo, la malevolencia de la población era grande y cuando se supo que el secretario de Artes y Asuntos Similares había pagado dos millones del erario por seis camisas para su uso personal, y que además se los había pagado a su propia esposa, no vacilaron en acusar irresponsablemente. Un editorial del periódico La Verdad sugirió sin ambages que “quizás el precio no se ajustara al valor real de las prendas”.
El secretario de Artes, furioso, mostró las seis camisas en público (que a decir verdad no eran gran cosa), y anatemizó a aquellos que “por envidia o desconocimiento minimizaban el valor de aquellas camisas, basándose en el pago de una ridícula suma”. El intendente, por su parte, denunció la campaña periodística en su contra, pero anunció que de todas maneras se iniciaría una investigación.
Efectivamente, el periodista fue concienzudamente investigado, interrogado por la policía, arrojado a un calabozo, sin alimentación alguna, y al salir cuatro matones con mameluco de la intendencia le propinaron una brutal paliza.
Nadie podía aducir falta de transparencia, pero el periódico, sin entender la buena predisposición del gobierno, protestó indignado: “El uso de la intimidación enloda al gobierno municipal”, sugería. El gobierno contestó “que la campaña de difamación seguía su curso: la prensa confundía un pequeño ejercicio de gimnasia con el uso de métodos repudiables”. No obstante, prometió una inmediata investigación, que se llevaría a cabo “hasta las últimas consecuencias”.
Y, en efecto, fue así. Un grupo de técnicos de la intendencia colocó, a plena luz del día, una carga explosiva en la redacción de La Verdad, evacuó el edificio, y el propio intendente se encargó de pulsar el detonador desde un palco levantado al efecto. El edificio del diario voló por los aires.
Ni siquiera esta muestra de buena voluntad convenció al periódico, que volvió a la carga, y en una edición clandestina argumentó, con desfachatez, que “el accidente no había sido del todo casual”. El intendente reaccionó inmediatamente, poniendo en evidencia la conspiración de oscuras fuerzas que trataban de obstruir su obra progresista. Pero, no obstante, prometió una definitiva investigación para identificar a los autores del hecho.
Todos los periodistas de Miriápolis fueron exhaustivamente investigados, apaleados y/o amenazados, lo cual creó una infame solidaridad de los seis periódicos del municipio, que haciendo gala de una increíble mala fe, se unificaron en un solo y vergonzoso titular: “Queremos que se investigue”.
Fue el colmo. El intendente entendió, con toda justicia, que no tenía por qué tolerar tamaña incomprensión. ¿Acaso no se había investigado bastante?
Los periódicos fueron cerrados, las redacciones quemadas, nueve periodistas asesinados, y el resto debió emigrar: sus bienes se repartieron entre los funcionarios municipales. El director de La Verdad, que, como se recordará, había iniciado irresponsablemente la campaña de difamación pública, fue ahorcado en la Plaza Central de Miriápolis en un acto oficial, y su cadáver colgado del mástil que presidía el centro de ceremonias de la intendencia. Y entonces, sí, al fin, la población comprendió: un enorme silencio descendió sobre el municipio. Nadie habló más, ya nadie dijo nada. Salvo el intendente municipal, que en un acto público, y con la transparencia de siempre, denunció que si bien la campaña de prensa había cesado, no se escuchaba de los ciudadanos las merecidas loas a su administración. Y delante de todos, y bajo el cadáver del periodista ahorcado, que ya empezaba a pudrirse, prometió una total, rotunda y definitiva investigación para detectar a los silenciosos.