Sáb 02.10.2004

CONTRATAPA

La horribilidad de los otros

› Por José Pablo Feinmann

Woody Allen es, entre otras cosas, uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo. Los que postulan el cine como primacía absoluta de la imagen le reprochan su tendencia al gag verbal. No había gags verbales en Buster Keaton. O en Chaplin. O en las primeras de Stan Laurel y Oliver Hardy. Difícil que los hubiera. El gag verbal requiere ser escuchado por el espectador. Si el espectador no lo escucha, no se ríe. Elusiva posibilidad para Keaton o Chaplin la del gag verbal. Pertenecían a esa etapa del cine que suele llamarse “mudo”. De un mudo pueden esperarse muchas cosas. De hecho, las ha demostrado Harpo Marx. Lo que será un tanto ingenuo es esperar que hable. Al mudo, en suma, el gag visual le es imprescindible, esencial. O sus gags son visuales o sus films no tienen gags. Porque no tienen sonido. Una extraña teoría ha pretendido erigir ese silencio (no elegido, sino mero efecto del aún insuficiente desarrollo de la técnica) en una estética del “cine puro”. Hay quienes dicen que las palabras –al desplazar a la imagen o restarle su hegemonía– mataron al cine. Convengamos que decir se puede decir cualquier cosa. Pero las palabras no mataron al cine (tal vez, sí, ciertas carreras: la de la maravillosa Lina Lamont de Cantando bajo la lluvia) sino que se sumaron a él. Al sumarle le sumaron el gag verbal. Allen suele deslizar una confesión que podríamos enmarcar (si le creemos) en una ética de la humildad: “Mi único don es saber crear chistes”. Sugiero no creerle: tiene muchos otros dones. El reflexivo, por ejemplo. Pero, ¿a qué viene esa frase? Explicita su mayor habilidad. Woody, todo, pero absolutamente todo, lo puede decir en la modalidad del “chiste”. Del gag verbal. Por ejemplo: “Einstein tiene razón: Dios no juega a los dados con el Universo. Juega a las escondidas”. Por ejemplo: “No puedo tener una amante, ¿cómo voy a llevar una vida doble si apenas puedo llevar una simple?”. Por ejemplo: “Siempre que escucho música de Wagner me vienen ganas de invadir Polonia”. Por ejemplo: “Hubo grandes momentos en mi vida. Una vez lo vi a Bing Crosby en el russian tea room”. O los gags verbal-reflexivos. Algunos de los que cité, todos de memoria y por pura pasión por sus films, lo son. Algunos lo son más. “No le temo a la muerte, pero espero no estar ahí cuando eso suceda.” O ciertas técnicas que ha establecido. Técnicas para valorar o definir la vida. La más célebre es nombrar cuáles son las diez cosas por las cuales la vida merece ser vivida. (Si yo hago mi lista, no lo duden: una será Woody Allen.) Esto lo hace en una escena de Manhattan. Nombra la sinfonía Júpiter de Mozart. Groucho Marx. “Esas maravillosas manzanas de Cezanne.” Y, por fin, “la sonrisa de Tracy”. Tracy es, en ese film, una muy joven Mariel Hemingway. Está, ya que ha sido abandonada por Allen, por viajar a Londres, a estudiar teatro. Allen, no bien recuerda “la sonrisa de Tracy”, corre a buscarla bajo la contundente Strike up the band de George Gershwin. Esta es la esencia de los films de Allen: el amor entre seres humanos abandonados por Dios y sofocados por la hipermodernidad de los tiempos. En Annie Hall establece otro estilo para categorizar la vida. Explica (a Diane Keaton) que para él la vida tiene dos caras. O se divide en dos partes. Una: lo horrible. Otra: lo espantoso. Esto, más o menos, acaba de decirlo otra vez en Cannes, presentando su última peli, que, dicen, es formidable. La esperamos y, con Juan Boido, tenemos el plan de ocuparnos largamente de ella y de toda la filmografía del llamado “geniecillo de Manhattan”. (A Bergman, en cambio, durante toda su vida, sin cesar, agobiantemente, le dijeron “el genio sueco”. No hay caso: la comedia no logra respetabilidad entre los “cultos”. Pero es un arte arduo y sublime. Edmund Gween, gran comediante, está en su lecho de muerte y Carol Burnett le pregunta: “Edmund, ¿cómo es... morir?” Gween, con el último aliento, dice: “La comedia es más difícil”.)
Esto pretendía ser la introducción de este texto. Pero Allen me gusta tanto que se ha transformado (casi) en el mismísimo texto, sin más. Como sea, voy a intentar decir algo de lo que tenía planeado. Esa definición de Allen sobre la vida. Volvamos a ella. Se divide, la vida, en dos: lo horrible y lo espantoso. Lo mismo le pasa a Néstor Kirchner con los opositores a su gobierno. Están los horribles y los espantosos. ¿Estamos en presencia de un gag visual? Acaso sí. Ya que son las “caras” de los opositores las que fortalecen a K. Esas “caras” tienen nombres, esos nombres trayectorias y todo esto dibuja la “imagen” del opositor. El primero en utilizar este esquema de razonamiento fue Andrés Rivera. Hace un tiempo dijo: “No puedo estar contra un gobierno contra el cual están Macri y López Murphy”. Sonó fuerte. Me han dicho, poco antes de escribir estas líneas, que alguien dijo: “Lo que favorece a Kirchner es que lo peor del país está en la oposición”. Este señor, cuyo nombre desconozco, recogía una notable frase del eminente Tulio Halperin Donghi. (Tulio, en esto, es como Bergman. Antes de nombrar al sueco uno tiene que poner “genio”. Antes de nombrar a Tulio, “eminente”. Son logros.) La frase de Tulio H. era poderosa. Algo así: “Kirchner ha logrado unir en su contra las caras más detestables del país”. En suma, de un lado Kirchner; del otro, lo horrible. La contundencia de la contundente frase de Tulio radica en su remisión a la imagen. Tulio H. habla de “caras”. Esto “se ve”. Uno “ve” esas caras. Kirchner las amontonó en su contra y todas están entre la horribilidad y lo horrible. (Clasificación dudosamente binaria que evitaré explicar esta vez.)
Se impone una pregunta: ¿alcanza con esto? Digamos que es un punto de partida: la horribilidad de sus oponentes fundamenta el poder de K. Pero se trata de un fundamento “externo”. Nadie se mantiene en el poder sólo porque los demás son peores. Corre varios riesgos. Uno: que los demás mejoren. Dos: que uno empeore. O empiece a parecérseles. Tres: no sé. Pero sé que un poder que no se fundamenta en sí mismo sino en la debilidad de sus opositores no es un verdadero poder. Tiene el poder de la debilidad del Otro. Un poder que el Otro, por su impresentabilidad, le entrega. Soy el mejor, pero porque los demás son pésimos. Perón solía bromear con esto: “No es que nosotros hayamos sido buenos, sino que los demás fueron peores”. ¿Será esta modalidad una (otra) de las caras del peronismo? Sin embargo, K. –que negocia con el aparato peronista– no es peronista. Porque “el peronismo” (identificado hoy con eso que se suele llamar “aparato duhaldista”) está incluido por muchos en la horribilidad de lo horrible que justifica la opción por Kirchner. Pero no alcanza. Este poder que le viene de la debilidad y de la torpeza de los otros tiene relación con la habilidad más rentable del gobierno K.: su cautela. Su sensatez. Su osadía controlada en el áspero, difícil campo de la economía. Pero hay que avanzar. ¿Mejoró la redistribución del ingreso? ¿Hay dureza en la negociación de la deuda, se expresa esa dureza en disponibilidad de capitales, se derivan esos capitales para el mercado interno, para el país, para generar trabajo, obras públicas, mejorar la educación, erradicar la pavorosa miseria? ¿Hemos salido de la ortodoxia fiscal? Si hay superávit, ¿para dónde va? ¿Para el hambre, para la pobreza, para el analfabetismo? El primer Perón (al nacionalizar el Banco Central) dice: “La manguera que antes tiraba el chorro para afuera ahora lo tira para adentro. ¿Saben por qué? Porque nosotros la dimos vuelta”. Dar vuelta la manguera es crear el propio poder. Mientras yo sea mejor porque los demás son horribles, nada va a cambiar. El único cambio es que este gobierno eche raíces en las bases sociales que tiene que representar. Y defender. Y organizar. Y crear, con ellas, desde ellas, su propio poder. Por decirlo todo: la manguera para adentro y bien agarrada por las manos ásperas, siempre vigorosas de quienes necesitan el agua.

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