CONTRATAPA
De un Centenario a otro
› Por José Pablo Feinmann
Estamos en 1910 y una nueva y gloriosa nación se levanta a la faz de la Tierra. Quiere exhibir sus brillos, sus conquistas, la solidez de su economía, la belleza de sus palacetes, de sus mujeres, su estilo europeo y ese teatro, el Colón, que sólo puede parangonarse con las grandes salas de la lírica del Viejo Mundo. Este mundo es el Nuevo, en la modalidad de la ostentación, la opulencia, el despilfarro. Hay que invitar a los grandes testigos. Que vengan, que vean. Viene la Infanta de España, viene Georges Clemenceau, viene Vicente Blasco Ibáñez. Se le encarga al “divino” Rubén Darío un poema para la ocasión. ¿Qué otra cosa sino un Himno urdirá el nicaragüense? ¿Qué otra cosa sino un Himno a la Argentina? Una clase social, la oligarquía, organiza esta fiesta inolvidable, este canto a sí misma. Ha derrotado todos los obstáculos que se le presentaron en el siglo XIX. Barrió a sangre y fuego con las resistencias federales de las provincias y con el obstinado Paraguay de López. Conquistó el desierto por medio de un prolijo genocidio que culminó en el reparto de tierras a los “héroes” de esa campaña, devenidos ahora terratenientes para la eternidad. Organizó la república en torno a Buenos Aires, centralizándola ahí, con el Puerto, con la Aduana, con el Poder. Es una clase capitalista, pero no es burguesa. Se diferencia, así, de los que hicieron el capitalismo norteamericano: los burgueses progresivos del industrialismo norteño. No, esta oligarquía se liga, por su espíritu, por su esencial ociosidad, por su explotación de la abundancia fácil, por su ajenidad a todo posible desarrollo industrial, a los caballeros del Sur, a los que perdieron la guerra, allá, en el Norte y, perdiéndola, le abrieron paso al capitalismo productor, agresivo, de los norteños, que querían un país, una industria productora y un mercado interno consumidor. Nuestra oligarquía porteña sólo quería exportar carnes y trigo; era una clase ultramarina, miraba hacia afuera en lo económico y en lo cultural. No quería crear un país, quería gozarlo.
Este goce (su propio goce) es el que decide festejar en el Centenario. 1910 es un largo año de festejos. Semeja lo que fue 1978 para la dictadura de Videla. Semeja el Mundial de los militares. Vengan, vean, he aquí el paraíso terrestre. Un país de ganadores, un país que dejó atrás sus contradicciones, que eliminó sus enemigos internos, que se ha unificado en torno a lo mejor de sí mismo. Ahora, la fiesta.
Sin embargo, la oligarquía del Centenario tenía zonas oscuras, tenía suburbios, arrabales que debía ocultar. Si para construir el país a su imagen se había esmerado en liquidar a negros, gauchos e indios, no pudo sino enfrentar el problema de poblarlo “otra vez”, ya que tan esmeradamente lo había despoblado. Convoca a la inmigración. Pero –por esos imprevistos de la historia– los inmigrantes vienen pobres, desnutridos, acaso hambrientos, pero habitados por las ideologías de sus países de origen. Los inmigrantes son ácratas, anarquistas, gente libertaria, gente que viene a, decididamente, portarse mal, a ejercer sus malas costumbres en este suelo que tan escasamente las permite. Se crea la FORA (Federación Obrera Regional Argentina). Y la FORA, el 1º de mayo de 1909, conmemora combativamente el Día de los Trabajadores. La policía del orgulloso patriciado, a cuyo frente está un duro de nombre Ramón Falcón, pierde la paciencia, decide no tolerar modales tan desleales a quienes han dado generoso asilo a esta “chusma ultramarina”. Resultado de la jornada: 8 muertos y 105 heridos. Así se hace, qué joder: el presidente Figueroa Alcorta felicita al policía Falcón; el país se encamina al Centenario y no se permitirá que estos intrusos, estos seres del “afuera”, vengan a deteriorar la exquisita fiesta de los caballeros del “adentro”. Transcurren apenas un par de meses y el héroe de la represión del 1º de mayo vuela por los aires impulsado por una bomba que un joven inmigrante ruso, de sólo 18 años y de nombre Simón Radowitzky, arroja contra su carruaje. Siguen los malos, muy malos modales de la “chusma ultramarina”, de los oscuros seres del “afuera”.
Ya unos años antes, en 1902, Miguel Cané (el amable autor de ese libro, Juvenilia, que todos hemos leído en nuestros años escolares) había redactado una impiadosa Ley de Residencia para mantener a raya a los ácratas. Cané, en verdad, vivía muy preocupado por los avances de los “guarangos democráticos” que venían a contaminar la sociedad argentina, a invadir el “círculo íntimo” que los caballeros debían custodiar para impedir, sobre todo, que los advenedizos entraran en los salones “tropezando con los muebles” y sedujeran a las exquisitas niñas de las clases poseedoras (ver: David Viñas, Literatura argentina y realidad política). “Cerremos el círculo y velemos sobre él”, sentenciaba Cané. (Siguieron así, siguieron cerrando el círculo, se reciclaron, cambiaron sin cambiar, mantuvieron el Poder y tanto cerraron el círculo que ya no hay país: sólo existe el círculo y un enorme “afuera” en el que, hoy, está eso que alguna vez intentó ser la Argentina.)
Hubo, aún, otra agresión que opacó el Centenario, su gloria, su desborde. Una bomba en el corazón de la clase dirigente, en el desbocado recinto donde el “círculo” se reunía para escuchar música y rendirse culto a sí mismo: el Teatro Colón. La bomba estalla el 26 de junio. Hay algunos destrozos, algunos heridos, pero el verdadero herido es el orgullo de la oligarquía del Centenario. ¡Qué dirá la Infanta o Clemenceau o Blasco Ibáñez! Se reúne la Cámara de Diputados y los discursos son –todos– obras maestras de la xenofobia y el odio represivo. Se elogia a Teodoro Roosevelt, su metodología expansiva: no buscó a los organizadores de una huelga, fusiló, sin más, a todos los huelguistas. “¡Así proceden los pueblos cuando quieren defender sus derechos sagrados y darse leyes de defensa social!”, exclama el diputado Eduardo Oliver (Horacio Salas, El Centenario, pág. 243). Luego habla otro diputado, el fogoso Manuel Carlés, que habría de crear el grupo de choque la Liga Patriótica, que cobijaba a niños bien entregados al compadraje represivo y racista, asesinos y torturadores de obreros y judíos. Carlés vocifera: “¡Si hay extranjeros que abusando de la condescendencia social ultrajan el hogar de la patria, hay caballeros patriotas capaces de presentar su vida en holocausto contra la barbarie, para salvar la civilización!”.
Pero, coherentemente, los caballeros del Centenario no habrán de llamar sólo a la policía; también, fineza obliga, llamarán a los poetas. Lo dijimos: llaman a Darío y a Lugones. Tal vez haya exagerado Rubén, pero (he aquí lo notable) lo que dijo de la Argentina podía ser dicho en 1910: “¡Hay en la Tierra una Argentina!/ He aquí la región del Dorado/ He aquí el Paraíso terrestre/ He aquí la ventura esperada/ He aquí el vellocino de oro/ He aquí Canaan, la preñada/ La Atlántida resucitada”. Repasemos, vale la pena: para el “divino” Rubén, la Argentina, en 1910, era: 1) la región del Dorado; 2) el Paraíso terrestre; 3) la ventura esperada; 4) el vellocino de oro; 5) Canaan, la preñada; 6) la Atlántida resucitada.
Un siglo después, en el Parque que se llama como el Centenario, en el Parque Centenario exactamente, se reúne (un domingo 17 de marzo de 2002) una Asamblea Interbarrial Nacional y propone no pagar la deuda externa, expulsar al FMI, nacionalizar la banca y el comercio exterior, reestatizar las empresas privatizadas, trabajo genuino con salario digno, devolución del 13 por ciento a jubilados, que se vayan todos, juicio y castigo a los genocidas de ayer y de hoy, libertad a todos los presos y muchas, muchas cosas más. ¿Qué pasó? ¿Qué pasó con la grande y gloriosa nación que se levantaba a la faz de la tierra? Pasó que lo único que hizo exhaustivamente esa oligarquía del Centenario y todos quienes fueron sus herederos (desde Pinedo a Martínez de Hoz y a Cavallo y a López Murphy) no fue el país de la ventura esperada, del vellocino de oro, el Paraísoterrestre que proclamaba Rubén Darío, sino “la Atlántida resucitada”, es decir, lo hundieron.