CONTRATAPA
Elogio de la cola
› Por Leonardo Moledo
El otro día tuve que pagar un impuesto municipal. Al dorso de la boleta decía que era posible pagar por internet, pero como en lo más íntimo de mi ser yo no creo en internet y pienso que hay algún ha-cker alerta para apropiarse del número de mi tarjeta de crédito, decidí hacerlo personalmente. Por supuesto, había sólo tres bancos en toda la ciudad donde se podía pagar. Resultado: cuatro horas de cola.
Pero fueron cuatro horas fructíferas, ya que me permitieron sacar profundas conclusiones sobre esa inasible entelequia que se ha dado en llamar “nuestro ser nacional”.
Y es que a los argentinos nos gusta hacer cola, de eso nadie puede dudar. Puede parecer sorprendente, porque llegué a esa conclusión en el mismo momento en que acordaba con una madre que estaba delante mío con tres chicos que “las colas son la maldición de la sociedad”. Pero pronto se verá que todo tiene su lógica.
En primer lugar, la cola puede tomarse como índice de civilización: nada del tumulto, del triunfo del más fuerte para llegar a la ventanilla y la selección natural que en algunos millares de años nos llevaría a ser un pueblo fuerte y más allá de toda cola. Por otro lado, nos distancia del superdesarrollo europeo o norteamericano, donde todo se hace fríamente y por correo o internet. En tercer lugar, es un recurso gubernamental eficiente para que la gente acepte pagar sus impuestos.
Lo cual podría suponerse una conspiración diabólica, pero no es así. Los pueblos superdesarrollados pagan sus impuestos y protestan por ellos. Los pueblos supersubdesarrollados no protestan, pero tampoco los pagan. Nosotros, en cambio, pagamos algunos y evadimos otros, pero no protestamos contra los impuestos, protestamos contra la cola que hay que hacer para pagarlos. Si se encontrara un método para pagarlos sin hacer cola, estaríamos al borde del caos y/o el estallido social. Pero no es así: el odio se concentra en la cola, y todos se olvidan de los impuestos. Llegar a la ventanilla y pagarlos es un alivio tal que el pago se hace con alegría y se sale del banco con una especie de felicidad del deber cumplido y la cola superada, todo lo cual es una virtud que debería figurar entre nuestras más altas virtudes, que no son tantas como para andar desperdiciándolas.
Por otro lado, la cola es, obviamente, el único lugar donde se puede protestar contra la cola y contra el mundo en general. Juega, en cierto sentido, un papel similar al del ágora ateniense, o al Hyde Park de Londres.
Y la cola es un marco ideal, sin duda. Si por arte de magia desapareciera: ¿qué podría sustituir esas largas tertulias donde uno puede despacharse a gusto sobre los problemas de actualidad? Nada, absolutamente nada. El pueblo sólo delibera por medio de sus representantes, el mercado es demasiado desorganizado, la peluquería es muy ruidosa, los subtes atestados producen desorganización y asfixia. No hay nada como la cola, en la que uno protesta con sus vecinos de atrás o de adelante en perfecto orden, armonía y acuerdo.
Porque el acuerdo es unánime: todo el mundo odia la cola. Pero todo el mundo comprende también su necesidad. Por eso, cuando hay dos o tres ventanillas y se corre el peligro de que la cola desaparezca, la gente, ordenadamente, se alinea en una larga fila detrás de una sola de ellas, elegida al azar, y desprecia olímpicamente a las otras dos. Quienes están cincuenta o cien metros atrás, ni se enteran de que hay más de una ventanilla, se resignan a su destino y empiezan a protestar contra la cola, arguyendo que “nada costaría poner tres ventanillas en lugar de una”. Y se ponen a disfrutar de esas horas de ocio, ya que en cualquier trabajo, los dueños, jefes o quien corresponda, comprenden el problema de la cola, y ese tiempo se justifica sin dificultad alguna. Yo, por mi parte, cada vez que veo delante mío la perspectiva de una cola, me llevo un grueso libro para aumentar mi cultura general. Pero ocurre que, apenas llego, la pasión de la cola se apodera de mí tan frenéticamente que abandono a Tolstoi, Martín Fierro o el último best-seller y me pongo a protestar, discutir y proponer medidas que eliminen la peste de las colas.
Las colas cumplen en nuestro país una función irreemplazable, imprescindible. Que a nadie se le ocurra tratar de sustituirlas, con algún método neoliberal, imponiendo el pago por internet u otras pestes del avance tecnológico.
Eso sí. Habría que tratar de institucionalizarlas y tal vez hacerlas más cómodas, poniendo sillas, por ejemplo. Aunque no demasiado, porque en ese caso la cola perdería su encanto y se convertiría en una molestia insoportable.