CONTRATAPA
Darks
› Por Sandra Russo
Para un periodista, hay crónicas que son muy difíciles de hacer. Uno tiende a pensar en noticias dolorosas, impactantes, sangrientas. En masacres, en catástrofes, en accidentes. No, ésas no son las más difíciles. Si un editor quiere poner a prueba a un cronista, puede mandarlo a cubrir el Día de la Primavera en los bosques de Palermo. Así sí te quiero ver. ¿Cómo escribir algo que valga la pena, cómo ver algo más que el lugar común en ese rito que permanece imperturbable a lo largo de los años mientras sólo sus protagonistas van cambiando? ¿Cómo apuntar algo más que “con alegría, los estudiantes desafiaron a la lluvia” –porque, es fija, cada año, ese día siempre llueve–? Es difícil hacer esa crónica porque el cronista no puede ver nada más allá de las guitarreadas parecidas a las de Luján, los porros atrás de un árbol, las parejitas besándose, el pasto lleno de basura, en fin, ese folklore encarnado por cada nueva generación, pero fijado de antemano dentro del corralito de un día y un espacio: el Día del Estudiante, que coincide con el Día de la Primavera, lleva inscripto su paisaje, su borde y su desborde, su tibia y anticipada decadencia, su presunta explosión de alegría, la homologación del estudiante al capullo, el alineamiento del adolescente al brote que se sale de la vaina por mostrarse en flor.
Falsamente báquico, escenográficamente desordenado, ese día está reservado para que los estudiantes hagan mugre en Palermo y se expresen como gusten. El conjunto “los adolescentes” debería encajar con el conjunto “los estudiantes”, pero no es así en un país como éste, de modo que lo primero que deberían festejar los que entran en el conjunto “los estudiantes” es no ser “los lúmpenes”. Pero aun así, aún dejando de lado las consideraciones explícitamente políticas, la asociación entre jóvenes y primavera no es ni casual ni caprichosa. Hay una voluntad colectiva y colectivamente tranquilizadora en asimilar la juventud a un tiempo cálido, no tórrido, prometedor, ligeramente sensual, no sexual, a un tiempo encapsulado en una promesa incumplida: la primavera en tanto eterna primavera, la primavera freezada, sin su pasaje al verano y a sus voluptuosidades, contiene una reserva de significados que la sociedad querría hacer coincidir con la juventud: la medida de una inocencia y la medida de una temperatura. De todo un poco. Mucho, de nada.
No deja de ser curiosa e intencionada la asociación entre juventud y primavera. La juventud, y especialmente la adolescencia, suelen tener zonas de riesgo y de oscuridad notables. Es la época de la vida en la que se descree. Todo se pone en duda. La llaga está en carne viva. Hay preguntas. Hay miradas de rayos ultravioletas que detectan mentiras, poses, injusticias y miserias. Hay demanda y no hay oferta. Una energía brutal no encuentra su continente. Hay tristeza y todavía no hay autoconfianza. No hay interlocutores ni maestros. La adolescencia es una ruta sin señalizar. Todos los caminos y todas las direcciones parecen estar disponibles, pero el adolescente percibe, y con razón, que ésa es una farsa más. La mayoría de los destinos ya están marcados.
La adolescencia no es primaveral. Es oscura. Hay pantanos. Los que expresan esta sensación laberíntica suelen ser llamados “darks”, pero ellos son solamente el emergente de una percepción más amplia e incluso más lúcida que aquella que insiste en el capullo candoroso cuyo futuro está trazado y cuyo corolario será la flor. Queremos pensar eso y les regalamos los bosques de Palermo, un día por año, para que hagan travesuras y se dejen sacar fotos que después no mira nadie.
La adolescencia es una zona de tránsito espesa, que cuestiona por su propia y poderosa naturaleza, física y mental, todos los órdenes establecidos. La adolescencia es dark, nos guste o no nos guste, se vista el joven o no de negro, como es dark toda versión del alma humana cuando por un instante se suelta de lo que debe ser y se pregunta por lo que debería ser. Los adolescentes son pequeños y accidentados filósofos, improvisados y tercos poetas que hacen preguntas que otros se han hecho antes y para las que tampoco encontraron respuesta. Queremos tranquilizarnos describiéndolos como capullos tiernos, cuando no toleramos la embestida de su brutal intensidad.