CONTRATAPA
La máquina
› Por Eduardo Galeano
Sigmund Freud lo había aprendido de Jean-Martin Charcot: las ideas pueden ser implantadas, por hipnotismo, en la mente humana.
Ha pasado más de un siglo. Mucho se ha desarrollado, desde entonces, la tecnología de la manipulación. Una máquina colosal, del tamaño del planeta, nos manda repetir los mensajes que nos mete adentro. Es la máquina de traicionar palabras.
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El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, había sido electo, y reelecto, por abrumadora mayoría, en comicios mucho más transparentes que la elección que consagró a George W. Bush en los Estados Unidos.
La máquina dio manija al golpe de Estado que intentó voltearlo. No por su estilo mesiánico, ni por su tendencia a la verborragia, sino por las reformas que propuso y las herejías que cometió. Chávez tocó a los intocables. Los intocables, dueños de los medios de comunicación y de casi todo lo demás, pusieron el grito en el cielo. Con toda libertad, denunciaron el exterminio de la libertad. Dentro y fuera de fronteras, la máquina convirtió a Chávez en un “tirano”, un “autócrata delirante” y un “enemigo de la democracia”. Contra él estaba “la ciudadanía”. Con él, “las turbas”, que no se reunían en locales sino en “guaridas”.
La campaña mediática fue decisiva para la avalancha que desembocó en el golpe de Estado, programado desde lejos contra esta feroz dictadura que no tenía ni un solo preso político. Entonces, ocupó la presidencia un empresario, votado por nadie. Democráticamente, como primera medida de gobierno, disolvió el Parlamento. Al día siguiente, subió la Bolsa; pero una pueblada devolvió a Chávez a su lugar legítimo. El golpe mediático sólo había podido generar un poder virtual, como comentó el escritor venezolano Luis Britto García; y poco duró. La televisión venezolana, baluarte de la libertad de información, no se enteró de la desagradable noticia.
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Mientras tanto, otro votado por nadie, que también llegó al poder por golpe de Estado, luce con éxito su nuevo look: el general Pervez Musharraf, dictador militar de Pakistán, transfigurado por el beso mágico de los grandes medios de comunicación. Musharraf dice y repite que ni se le pasa por la cabeza la idea de que su pueblo pueda votar, pero él ha hecho voto de obediencia a la llamada “comunidad internacional”, y ése es el único voto que de veras importa, al fin y al cabo, a la hora de la verdad.
Quién te ha visto y quién te ve: ayer Musharraf era el mejor amigo de sus vecinos, los talibanes, y hoy se ha convertido en “el líder liberal y valiente de la modernización de Pakistán”.
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Y a todo esto, continúa la matanza de palestinos, que las fábricas de la opinión pública mundial llaman “cacería de terroristas”. Palestino es sinónimo de “terrorista”, pero el adjetivo jamás se adjudica al ejército de Israel. Los territorios usurpados por las continuas invasiones militares se llaman siempre “territorios en disputa”. Y los palestinos, que son semitas, resultan ser “antisemitas”. Desde hace más de un siglo, ellos están condenados a expiar las culpas del antisemitismo europeo y a pagar, con su tierra y con su sangre, el holocausto que no cometieron.
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Concurso de agachados en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que apunta siempre al sur y nunca al norte.
La Comisión está especializada en disparar contra Cuba, y este año le ha tocado al Uruguay el honor de encabezar el pelotón. Otros gobiernos latinoamericanos lo han acompañado. Ninguno dijo: “Lo hago para que me compren lo que vendo”, ni: “Lo hago para que me presten lo que necesito”, ni: “Lo hago para que aflojen la cuerda que me aprieta el pescuezo”. El arte del buen gobierno permite no pensar lo que se dice, pero prohíbe decir lo que se piensa. Y los medios han aprovechado la ocasión para confirmar, una vez más, que la isla bloqueada sigue siendo la mala de la película.
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En el diccionario de la máquina, se llaman “contribuciones” los sobornos que los políticos reciben, y “pragmatismo” las traiciones que cometen. Las “buenas acciones” ya no son los nobles gestos del corazón, sino las acciones que cotizan bien en la Bolsa, y en la Bolsa ocurren las “crisis de valores”. Donde dice “la comunidad internacional exige”, debe decir: la dictadura financiera impone.
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“Comunidad internacional” es, también, el seudónimo que ampara a las grandes potencias en sus operaciones militares de exterminio, o “misiones de pacificación”. Los “pacificados” son los muertos. Ya se prepara la tercera guerra contra Irak. Como en las dos anteriores, los bombardeadores serán “fuerzas aliadas” y los bombardeados, “hordas de fanáticos al servicio del carnicero de Bagdad”. Y los atacantes dejarán en el suelo atacado un reguero de cadáveres civiles, que se llamarán “daños colaterales”.
Para explicar esta próxima guerra, el presidente Bush no dice: “El petróleo y las armas la están necesitando, y mi gobierno es un oleoducto y un arsenal”. Y tampoco dice, para explicar su multimillonario proyecto de militarización del espacio: “Vamos a anexar el cielo, como anexamos Texas”. Nada de eso: es el mundo libre quien debe defenderse de la amenaza terrorista, aquí en la tierra y más allá de las nubes, aunque el terrorismo haya demostrado que prefiere los cuchillos de cocina a los misiles. Y aunque los Estados Unidos se opongan, como también se opone Irak, al Tribunal Penal Internacional que acaba de nacer para castigar los crímenes contra la humanidad.
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Por regla general, las palabras del poder no expresan sus actos, sino que los disfrazan; y eso no tiene nada de nuevo. Hace más de un siglo, en la gloriosa batalla de Omdurman, en Sudán, donde Winston Churchill fue cronista y soldado, 48 británicos ofrendaron sus vidas. Además, murieron 27 mil salvajes. La corona británica llevaba adelante a sangre y fuego su expansión colonial, y la justificaba diciendo: “Estamos civilizando Africa a través del comercio”. No decía: “Estamos comercializando Africa a través de la civilización”. Y nadie preguntaba a los africanos qué opinaban del asunto.
Pero nosotros tenemos la suerte de vivir en la era de la información, y los gigantes de la comunicación masiva aman la objetividad. Ellos permiten que se exprese, también, el punto de vista de enemigo. Durante la guerra de Vietnam, pongamos por caso, el punto de vista enemigo ocupó el tres por ciento de las noticias difundidas por las cadenas ABC, CBS y NBC.
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La propaganda, confiesa el Pentágono, forma parte del gasto bélico. Y la Casa Blanca ha incorporado al gabinete de gobierno a la experta publicitaria Charlotte Beers, que había impuesto en el mercado local ciertas marcas de comida para perros y de arroz para personas. Ella se está ocupando, ahora, de imponer en el mercado mundial la cruzada terrorista contra el terrorismo. “Estamos vendiendo un producto”, explica Colin Powell.
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“Para no ver la realidad, el avestruz hunde la cabeza en el televisor”, comprueba el escritor brasileño Millor Fernandes.
La máquina dicta órdenes, la máquina aturde.
Pero el 11 de setiembre también dictaron órdenes, también aturdieron, los altavoces de la segunda torre gemela de Nueva York, cuando empezó a crujir. Mientras huía la gente, volando escaleras abajo, los altavoces mandaban que los empleados volvieran a sus puestos de trabajo.
Se salvaron los que no obedecieron.