CONTRATAPA
› 22 DE OCTUBRE
A 6008 años de la creación del mundo
› Por Leonardo Moledo
Los labios fatigados del obispo
Enumeran cada día y cada era
No sabe que su cálculo es en vano
Ni sabe que persigue una quimera
Deja un momento la pluma. Ya ha alcanzado
Una certeza traslúcida en su mente
Fue un sábado hace sólo seis mil años
Cuando Dios fabricó el mundo limpiamente.
La fecha de hoy probablemente signifique poco para la mayoría de la gente, pero en 1650 el arzobispo inglés James Ussher, en su obra Anales del Antiguo Testamento deducidos del primer origen del mundo, determinó que un 22 de octubre, precisamente el 22 de octubre de hace hoy 6008 años justos, había comenzado el mundo.
Para ser más exactos, según Ussher, Dios había creado el universo el sábado 22 de octubre del año 4004 a. de C. a las seis de la tarde. Como era costumbre entre teólogos adeptos a la interpretación literal de la Biblia, Ussher había llegado a esta notable conclusión analizando las generaciones que aparecen en el Antiguo Testamento, y desde ya, usando bastante la imaginación. Era un método tradicional entre esa rara mezcla de eruditos y teólogos que proliferaban en la época (y que, créase o no, siguen existiendo hoy en día) y que se tomaban su tarea con tanta seriedad como hoy un paleontólogo cuando trata de fechar un hueso de Tyrannosaurius Rex. Sin ir muy lejos, John Lightfoot, de la Universidad de Cambridge, proponía como fecha de la creación el año 3928 a.C. El mismísimo Newton (que no sólo era malo, sino que además en todo lo que no fuera física estaba medio loco) dedicó buena parte de su tiempo a calcular la fecha exacta de la Creación.
Naturalmente, el cálculo de Ussher era un disparate, que ni siquiera convenció demasiado a los científicos de la época, ya embarcados en el irresistible impulso de la gran Revolución Científica, pero produce, hoy, cierta nostalgia pensar en un mundo de sólo seis mil años de edad, en el que todo podía fecharse con exactitud: para Ussher, la humanidad había sido creada el 28 de octubre (del 4004 a.C.), la expulsión del paraíso vino el lunes 10 de noviembre del mismo año y el arca de Noé había descendido en el monte Ararat el miércoles 5 de mayo del 4001 a.C.
No se puede evitar una sensación de extrañeza al pensar en ese mundo pequeño y siniestro, pero acogedor y afectuoso (salvo para quien era hereje y iba a parar a la hoguera), un mundo fragante, en cierto modo, que recién había empezado seis mil años atrás y que pronto terminaría; un mundo sin miedo al futuro, y, sobre todo, sin miedo al pasado (nadie se espantaría de mirar hacia atrás, como nos ocurre a nosotros cuando volvemos la vista apenas a la vuelta de siglo y pensamos en los horrores del siglo XX).
Y hasta produce cierta ternura el mismo U- ssher. Podemos imaginarlo a la luz de una vela, inclinado sobre su pequeña Biblia del rey James, repitiendo una y otra vez sus números inútiles, mientras otros, como sus contemporáneos Kepler y Galileo, rompían los moldes y se lanzaban a la aventura del espacio y el tiempo infinitos. El mundo de Ussher era un mundo cerrado, sin riesgos, en el que toda la verdad, pero absolutamente toda la verdad, estaba contenida en un solo libro, y había muy poco espacio para la libertad; la verdad había sido dictada ab initio, y se descifraba en un libro de papel, expurgado por las autoridades, y no en ese libro de la naturaleza, donde Galileo proclamó que las leyes del mundo estaban escritas con el lenguaje de las matemáticas.
Un mundo pequeño y seguro donde todas las cosas, los animales, las plantas, los hombres, y sobre todo las ideas y el lugar de cada uno habían sido fijadas desde el principio por mitos ingenuos y simples como el de la costilla y el Arca, y en el que el único camino era regresar al paraíso perdido (¡qué sabría él de la entropía, esa flecha definitiva que nos condena al futuro y la extinción!), en el que nadie tenía detrás más de doscientas generaciones de antecesores y donde, a pesar de que vivió en un siglo turbulento (especialmente Inglaterra, donde fue ahorcado un rey y se estableció una república, destruida más tarde por la Restauración), no había lugar para demasiados cambios: el tiempo corto es tiempo estático, sin historia, no altera sino la superficie de las cosas; podía ahorcarse a un rey, pero no a la monarquía, como se probó con la Restauración de 1660. Sobre el filo de la modernidad, Ussher defendía una causa perdida, y este biblismo al pie de la letra no tenía la más mínima chance: el pequeño mundo de Ussher, el de los seis mil años y las doscientas generaciones, no sobrevivió mucho; ya desde Descartes, cobró fuerza la idea de una Tierra muy antigua, y en el siglo XVIII el gran naturalista francés Buffon (17071788) calculó 74.832 años, una cifra que en 1778 causó sensación, pero que en realidad no era nada. En 1863 el gran físico escocés William Thompson, conocido como Lord Kelvin, calculó entre ¡noventa y ocho millones y doscientos millones! Pero seguía siendo muy poco. Con la llegada de los métodos de datación radiactivos, el geólogo inglés Arthur Holmes hizo una estimación de mil seiscientos millones de años de edad. Y sin embargo, todavía era poco. Una segunda estimación de Holmes dio la cifra de cuatro mil quinientos millones de años, que es la que se acepta actualmente.
Era un mundo donde no había ni naciones, ni pirámides, ni escritura, ni mapas, ni cohetes, ni petróleo, ni arbustos tejanos, ni esplendor en la hierba, ni gloria en cada flor, ni diarios, ni notas como ésta, y ni siquiera arzobispos, y el 22 de octubre del año 4004 a. C. fue un día como cualquier otro.