CONTRATAPA
El empleo del tiempo
› Por Sandra Russo
Debería agregarse a la lista de los pequeños placeres de la vida: llegar a casa cansado, prender la televisión, comprobar que en los canales de aire lo único que dan son porquerías, hacer zapping y descubrir que en el cable justo está por empezar una película francesa. El pequeño placer se convierte en placer con todas las letras (incluyendo esa cuota de vértigo de los placeres con todas las letras) si esa película es El empleo del tiempo, de Laurent Cantet, el mismo director que con Recursos humanos hizo, de algún modo, un malabarismo similar para internarse en cuestiones que en manos de otro podrían ser panfletarias, pesadas, recurrentes, y en las de él son historias que dicen mucho más de lo que muestran. Allí se detenía en el borde contradictorio y conflictivo de la relación entre un padre obrero y un hijo ejecutivo. Escarbaba en esa relación a través de un relato que daba vuelta la trama previsible: el padre estaba orgulloso de su hijo, pero el hijo no podía estar orgulloso de un padre que negaba su propia dignidad. El hijo había llegado a donde el padre lo había empujado: a eyectarse de su clase, a ser parte de la patronal, pero eso no era para el hijo algo para agradecer, sino algo para reprochar. Bajo la simple idea de “querer algo mejor”, el padre había criado no a su hijo sino a un hijo del sistema.
En El empleo del tiempo, Cantet sigue profundizando en la subjetividad capitalista y mete la cabeza en una problemática curiosa, abismal, tan íntima y tan social al mismo tiempo que por sí sola es un hallazgo: qué hacemos con el tiempo, cómo lo invertimos, en qué, el tiempo como mercancía, el tiempo como banda ancha de intercambio de comunicaciones productivas, como mera posibilidad de remar hacia la plusvalía, el tiempo alienado y enajenado de sujetos que no son dueños sino empleados de sus días. El tiempo como herramienta de uso y lucro, y al mismo tiempo como amenaza, si está vacío. Cantet exhibe criaturas domesticadas hasta el límite de la cordura. Expropiadas de su vida, es decir de su tiempo, de sus días y de sus horas, de sus cinco minutos, de su ocio. ¿Qué es la vida si no es tiempo?
Un ejecutivo es despedido. Sobre él pesa no sólo la responsabilidad de su familia sino también las enormes expectativas de su padre. El hombre calla. No se anima a decirlo. Miente. Pasa el día por ahí, vagando, habla por celular con su esposa, le dice que tiene reuniones hasta tarde, se sostiene en la simulación del ocupado. Se queja de la sobrecarga de trabajo: es el slogan que lo enmarca. Cuando no puede más, sigue mintiendo. Inventa un trabajo en Ginebra como funcionario de la ONU. Se muda solo. Su familia comprende que todos deben hacer un sacrificio. Una buena carrera profesional es algo por lo que todo el mundo sabe que hay que pagar. ¿Pagar con qué? Principalmente, con tiempo. Después de todo, cada día y desde que nos hacemos cargo de nosotros mismos, ¿qué ofrecemos a cambio de un salario? Nuestro tiempo: nuestras vidas.
La trama va derivando hacia costados oscuros. El tiempo sin empleo, el mal uso del tiempo, arrima al protagonista al mundo del delito, de la estafa. El tiempo vacío lo va corrompiendo. La película de Cantet se abre en dos grandes líneas argumentales. Una va por la superficie, describiendo cómo en una sociedad hipercompetitiva las personas privadas del uso previsible del tiempo van ahogándose en tiempo: van languideciendo entre horas muertas. Sin trabajo no hay nada. Y va mostrando cómo, cuando el tiempo está muerto, se llena de fantasmas y se advierte que esos fantasmas no son tales: en ese submundo habitado por seres fuera de serie en el sentido más literal posible, germina el delito. Pero por otro lado, la visión del protagonista cargando como una cruz su propio uso del tiempo toca una cuerda más profunda, existencial: ¿qué nos han hecho? ¿Qué ha pasado para que haya personas que no tengan, de sus propias vidas, ninguna idea desanudada de la idea de la producción? Se lo ve a él vestido como para una reunión de directorio, durmiendo en el auto, deambulando por la calle, comiendo en bares, hablando por teléfonos públicos, pasando el día entero en un sillón confortable en una empresa corporativa en la que ve ejecutivos y secretarias hacer lo suyo, nada, constatar citas, comunicar estadísticas, defender proyectos, moverse mutuamente el piso. Sentado en ese sillón del que después un guardia lo echará con buenos modales –él está bien vestido, el guardia es respetuoso con un hombre de impermeable tan caro–, uno ve no a un hombre: es un cobayo que se ha quedado sin su jaula. Y eso somos: cobayos que reclamamos jaula. En 1996, también francesa, la crítica literaria Viviane Forrester escribió en su libro El horror económico: “En la actualidad un desempleado no es objeto de una marginación transitoria, ocasional, que sólo afecta a determinados sectores. Está atrapado por una implosión general, un fenómeno comparable con esos maremotos, huracanes o tornados que no respetan a nadie y a quien nadie puede resistir. Es víctima de una lógica planetaria que supone la supresión de lo que se llama trabajo, es decir, los puestos de trabajo. Pero aún hoy se pretende que lo social y económico están regidos por las transacciones realizadas a partir del trabajo, cuando éste ha dejado de existir. Las consecuencias de este desfasaje son crueles. Se trata y se juzga a los sin trabajo, víctimas de esa desaparición, en función de los criterios propios de una época en la que abundaban los puestos de trabajo. Despojados de empleo, se los culpa por eso, se los engaña y tranquiliza con promesas falsas que anuncian el retorno próximo de la abundancia”. Cantet acierta a dar con un tema que reúne como pocos la marca social en la piel más fina y virgen de un hombre común. El empleo del tiempo es una película de una fuerza política notable, justamente porque exhibe la carne viva, la privacidad más llana de un personaje que va cayendo lentamente, que va siendo expulsado en cámara lenta de la moral. La película da su estocada en la perfección de un título. Todos somos empleados del tiempo. En su libro, Forrester hacía una pregunta que se puede retomar hoy aquí, a la vista de miles y miles de hombres y mujeres que ni siquiera se dicen desempleados, porque eso supondría haber tenido un empleo y haberlo perdido. Un desocupado es algo menos que un desempleado. La pregunta es ésta: “¿Pero qué sucede con el derecho a vivir cuando éste ya no funciona, cuando se prohíbe cumplir el deber que da acceso al derecho? ¿Qué sucede cuando se vuelve imposible cumplir con la obligación?”.