Vie 26.11.2004

CONTRATAPA

En la frontera

Por Antonio Muñoz Molina *

En torno de 190 idiomas distintos hablan los hijos de emigrantes que llegan a las escuelas públicas de Nueva York. Pero entre ellos, sólo el español tiene una presencia tan universal como el inglés, y no sólo, como suele decirse a veces con una mezcla de ignorancia o desdén, porque lo hablen las limpiadoras y los camareros. Lo hablan los emigrantes recién llegados de México, de América Central y de Colombia, pero también los puertorriqueños que vinieron hace dos o tres generaciones y los dominicanos que pueblan la parte alta del oeste de Manhattan. Muchos de ellos, hijos de trabajadores poco calificados, llegan ya a las universidades, trabajan en los bufetes de abogados que se anuncian en español y en inglés en los vagones del metro y en los bancos, que atienden a una clientela hispánica cada vez más numerosa y próspera. En los años veinte, treinta y cuarenta, hijos de emigrantes judíos e italianos accedían a las universidades públicas e iban ejerciendo sus talentos diversos, sus energías de segunda generación nacida y criada ya en el país, dispuestos a ocupar posiciones cruciales en las ciencias, en las artes y en la literatura. Quizás ahora es el momento de esa irrupción de los hijos de hispanos –ellos suelen preferir que los llamen latinos– que empiezan a alcanzar una visibilidad creciente en los campos más diversos de la vida pública y que se encuentran con la fuerza duplicada de pertenecer a un mundo y a otro, de vivir entre dos lenguas y poder saltar ágilmente de la una a la otra. En un almuerzo, el responsable de las cuentas personales de los clientes más ricos de un banco muy conocido –un latinoamericano– me cuenta que entre su personal hay quinientos ejecutivos hispanos. En la serie de más éxito que se ha estrenado este año –Desperate housewives–, una de las protagonistas está casada con un joven profesional de origen hispánico, que no tiene menos éxito profesional ni una casa menos amplia que sus vecinos, pero que cuando habla con su madre, que emigró de México y ve los culebrones de la televisión, lo hace en un perfecto español.
En Nueva York, el español es un idioma de frontera y, como en todas las fronteras, los intercambios y contagios son frecuentes, y es admirable escuchar cómo una persona cruza la línea invisible y salta sin esfuerzo de un idioma a otro, y un regalo para el oído encontrar todos los acentos posibles de este idioma que hace mucho dejó de ser exclusivamente nuestro, y ver cómo invade al inglés, y cómo se mezcla muchas veces con él, dando lugar a híbridos que para algunos puritanos resultan escandalosos y que para otros son la muestra de una tercera lengua que estuviera naciendo delante de nosotros.
Hay palabras, giros, traducciones literales que suenan chocantes o cómicas, chispazos que saltan en todas las fronteras; pero aquí la frontera se extiende sinuosamente casi en cada calle, en cada casa en la que conviven dos o tres generaciones, en la conciencia y en la memoria de cada persona que vive entre los dos idiomas, en las oficinas y en los trenes del metro, en las escuelas, en los mercados callejeros, en una frase que empieza en español y termina en inglés, o viceversa. Bajo a la portería de mi edificio a explicar que no funciona el congelador del frigorífico y el portero le da su versión de mi problema al handyman que tiene que resolverlo: “El freezer de este señor no frisea”.
Pero nadie se engaña, y cualquiera con un poco de juicio sabe que tan ventajoso como hablar un inglés excelente es hablar un español de primera calidad, y si el emigrante recién llegado siente complejo por no dominar la nueva lengua, también es muy posible que se reconcilie con la suya al ver que personas cultivadas e influyentes se expresan en ella, y que puede usarla al abrir una cuenta bancaria, al resolver los trámites de la seguridad social, al usar una tarjeta telefónica o sacarse un abono de transporte en las máquinas expendedoras del metro. Según The New York Times, en esta campaña electoral, tanto los demócratas como los republicanos han gastado más dinero que nunca en hacer propaganda política en español.
Es saludable moverse por esta frontera, tan porosa, tan enredada, tan ajena a las diversas claustrofobias de los países hispánicos. Los españoles vivimos encerrados en una habitación muy pequeña de una casa muy grande. Nos vendría bien asomarnos al aire libre, respirar la intemperie de un idioma que es mucho más anchuroso que nosotros. No es triunfalismo: es simple estadística. No es imperialismo cultural: la presencia del español no implica ni mucho menos la visibilidad de la cultura española, cuya penuria exterior está muy lejos de aliviarse. Y tampoco hay motivo para la suficiencia: para moverse con soltura por Estados Unidos sigue siendo imprescindible el inglés.

* Escritor español. Autor de Sefarad, Carlota Fainberg, Plenilunio, El jinete polaco, entre otras obras. De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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