CONTRATAPA
El bueno, el malo y lo feo
› Por Rodrigo Fresán
UNO Hay momentos en los que la gripe llega no como una condena sino como la coartada perfecta. Entonces se anuncia “tengo gripe” y es lo mismo que decir “¡abracadabra!”. Se desaparece. Mi caso durante el pasado fin de semana. Pero, como dije, todo bien; porque las toses y estornudos estallaron en perfecta sincronía con el estruendo de catapultas y la carga de mûmakils en la cataclísmica batalla a las puertas de Minas Tirith y en los Campos de Pelennor; en la flamante y muy extendida edición en DVD de El retorno del rey, conclusión de la trilogía fílmica El señor de los anillos del épico y genial Peter Jackson. La película –ya se sabe– es una obra maestra y una proeza cinematográfica. Un milagro donde se funde lo mejor del paisajístico David Lean con lo mejor del maquetista Ray Harryhausen. Y si uno se emocionó en la butaca del cine, uno se emociona todavía más –sin culpa ni pudor, y atribuyendo lágrimas y mocos al virus– en el sillón de casa frente al televisor. Cuarenta minutos más para disfrutar de la caída de Saurón y de la gloria de Aragorn. Y horas de extras narrando la epopeya detrás de la saga: todos esos locos neocelandeses desafiando y venciendo con pasión de artesanos al imperio de Hollywood. Y más lágrimas, claro: todos esos documentales donde todos recuerdan y se despiden después de haber pasado tantos años juntos en el nombre de Tolkien. Y, por supuesto, lloran de felicidad y de tristeza porque tienen la plena seguridad de que nunca volverán a experimentar algo así en lo que les queda de carrera y de vida.
DOS Pero lo verdaderamente interesante de una feroz sobreexposición a los efectos y afectos especiales de la última parte y fin de viaje de El señor de los anillos –su contundente efecto residual– es el modo en que parece teñir y simplificar todas las cosas de nuestro planeta con el sencillo y dicotómico y maniqueo estado de las cosas en la Tierra Media. Allí todo es simple y fácil de comprender con sólo mirar alguno de los numerosos mapas trazados por el un tanto alucinado Tolkien a la hora de dotar a Inglaterra de una mitología que nunca tuvo y de inmortalizar simbólicamente a sus compañeros muertos en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Ya saben: aquí viven los buenos buenísimos y allá habitan los malos malísimos y, sí, el anillo es un elemento desequilibrante y tentador; pero, al final, la luz se impondrá sobre las sombras. Y todos los elfos y hobbits y enanos muy felices; porque, con Aragorn como rey –creo, no estoy seguro, no soy un tolkienista consumado ni mucho menos– se inicia la cuarta y dominante edad de los hombres. Y entonces, claro, superada una espléndida y aragorniana primavera de unos 120 años o algo así, se pudrió todo. Y, miles de años más tarde, aquí estamos y aquí seguimos. En la lucha.
TRES Así, en la noche del domingo –apenas contemplado ese atardecer en el que Frodo y Gandalf parten en barco hacia un puerto sin retorno– me sequé las lágrimas, me soné los mocos y empuñé mi control remoto como si se tratara de la espada Narsil y/o Andúril. Y ahí estaban las masas evacuando el estadio del Real Madrid por amenaza de bomba de parte de ETA o de algún gracioso, da igual. Me quedé un ratito esperando que el cielo se estremeciera por el batir de alas de algún Nazgûl, pero no. Una cosa sí era cierta: el Real Madrid cada vez se parece más a un ejército de orcos en retirada. Alguna vez –en otra edad cercana en el tiempo pero distante en los números– fueron conocidos como Los Galácticos. Hoy son Los Eclipsados, mientras, en una comarca distante, sus eternos rivales del Barça triunfan en nombre del sonriente Rey Ronaldinho llegado allende los mares para devolver el esplendor a un equipo que llevaba demasiadas temporadas de capa caída y yelmo abollado. Para la mañana del lunes yo estornudaba menos, pero todo parecía indicar que el efecto ilusionante e iluso de la épica se mantenía intacto.
Zapatero es Frodo. Me explico: Zapatero acudía a la comisión que investigaba lo ocurrido durante los atentados del 11-M. Aznar –Aznar es Saurón– había hecho lo propio quince días antes. Y nos había sometido a un regaño de once horas donde no se aportó nada nuevo salvo lo mismo de siempre: el Partido Popular –o, como los llama un amigo, “la raza agria”– no cometió un error en ocho años de gobierno (y mucho menos durante esas últimas y difíciles jornadas antes de los comicios), no ocultó información entre el 11 y el 14 de marzo, y perdió las elecciones por culpa de un brote de insensata histeria colectiva. Y los terroristas islamistas no atentaron por la entrada de España en la guerra de Irak; y no ha quedado demostrado que ETA no haya tenido algo que ver con las bombas en los trenes; y se aproximan tiempos oscuros, os lo juro que lo he visto en mi bola de cristal palantir. En cualquier caso, difícil comprobar estas y aquellas visiones, porque este mismo lunes se supo que el equipo de Aznar ordenó borrar hasta las copias de seguridad de los discos duros de todas las computadoras de Presidencia antes de abandonar su Torre de La Moncloa. La factura por semejante faena informática –12.000 euros– la dejó el PP para que la pagara el gobierno entrante.
Zapatero –más de medio día compareciendo y sumando– tiene esos ojazos que le han ganado el fácil apodo de Bambi por quienes lo acusan de utópico y de blando y de querer quedar bien con todos sin jugarse por nada. Pero Zapatero es Frodo: la misma mirada casi sin párpados del actor Elijah Wood, y ese entusiasmo por el Quijote como símbolo de ética a recuperar, y su insistencia –con dicción mecánica– en un “nuevo talante”. Su idealismo no quita que durante su comparecencia haya dicho cosas duras; como cuando recomendó a Zaplana –portavoz de Aznar, perdón, de Rajoy el Poseído por la Sombra– que dejen de mentir, que superen de una buena vez “el trauma de la derrota”, y que entiendan a la alternancia en el poder como el rasgo más sano y necesario en toda democracia.
Lo del principio: de acuerdo con los parámetros de la Tierra Media la cosa –no así el desordenado orden mundial– es muy fácil. Zapatero es el bueno, Aznar es el malo. Y lo feo, se sabe, es y será siempre la realidad de la política: ese confuso territorio lleno de desfiladeros y de volcanes, de concilios y de encrucijadas, de magias y de maldiciones, donde nunca nadie –para nuestra desgracia y pena sin fin– se parece o se parecerá jamás a Gandalf.