CONTRATAPA
Subibaja
› Por Sergio Moreno
A mediados de este año viajé a Rosario. Una confortable nostalgia me venía atravesando, no podría definir desde cuándo, pero seguro que repiqueteaba en mí desde hacía más de un año. En esa visita a mi ciudad decidí darme algunos gustos. Podría haberlo hecho antes, pero a veces uno no se da cuenta de lo simple que es celebrarse, de lo gratificante que pueden ser algunas cosas impalpables.
Para ser honesto, comencé a reconciliarme conmigo en Rosario quizás en el 2003, cuando le hice una verónica al cáncer, ese alien que se llevó parte de mí. La cercanía a la muerte ayudó al rescate de la vida, de los sitios, momentos, personas que me hicieron feliz, de los recuerdos que me hacen feliz.
Aquella vez fui al barrio donde me crié, en la zona sur de la ciudad. Buenos Aires al 4800, para ser precisos, un barrio de chalets y edificios, lindero a un costado del Regimiento 121 de Telecomunicaciones del Ejército. Barrio que construyó Perón en su primer mandato: los chalets eran para empleados bancarios; los departamentos, para militares.
El barrio tiene una plaza, la Martín Fierro, y en la plaza está la escuela, mi escuela primaria, General Las Heras Nº 66. A un costado de la escuela, coronando la plaza, el patio de juegos. Aquel día de sol de julio de este año que ya se va, pisé mi vieja plaza con mi mujer, Carolina, y mis dos hijos, Patricio y Alvaro, de 8 y 3 años. Me paré frente a los juegos y convoqué a los dos chicos:
–Miren: en este subibaja estaba sentado yo hace 30 años, con el cabezón Bertrán y el Guala, su hermano, escuchando la radio, nerviosísimos. En este subibaja escuchamos el gol del 2 a 2. Newell’s salió campeón por primera vez. Y en la cancha de Central. Yo estaba en este subibaja, con mis dos amigos, porque nuestras madres no nos habían dejado ir a la cancha, decían que era peligroso. Así que festejamos el primer campeonato de Newell’s acá, en este subibaja.
Mis hijos me miraban con los ojos bien abiertos. Mi mujer, detrás de ellos, sonreía. Yo, para qué negarlo, estaba un poco acongojado, y al promediar el relato la voz amagaba con traicionarme.
Fue en ese momento, recordando la zurda gloriosa de Mario Nicasio Zanabria, ahí, en el subibaja, que les hice la promesa.
–Este año, los voy a llevar a la cancha.
La madre me miró con un poco de espanto. Carolina no sólo aborrece del fútbol, sino que cree que es un espacio barbárico donde sólo se genera violencia e irracionalidad. Algunas personas aún creen eso. Mi mujer es una de ellas. Atiné a aplacar a la fiera que estaba por saltar:
–Podemos ir a ver algún partido en Buenos Aires, quizás contra Independiente, que son amigos.
Mis hijos saltaban de alegría. Mi mujer desconfiaba, pero como faltaban seis meses para que cumpliese mi promesa, se relajó. El tiempo diría. Y vaya que diría.
No imaginé en aquel momento que Newell’s, conducido por un leproso como Américo Rubén “el Tolo” Gallego, con un plantel que atesora a muchos pibes que, además de jugadores excepcionales, son hinchas furiosos, nos daría otro campeonato (el sexto, a pesar de lo que dicen porteños y canallas).
El domingo pasado estábamos allí, en Avellaneda, con mis hijos y mi mujer –que venció sus recelos y se sumó a la fiesta–, con una banda de amigos porteños y rosarinos que ayer cincelaron mi memoria, que ya son inolvidables, con (algunos de) sus hijos y (algunas) esposas. Estábamos en la platea de la cancha de Independiente, abrazándonos, gritando, riendo, festejando.
Pude abrazar a mis hijos, gritar ¡dale campeón, dale campeón! en medio de una marea rojinegra que flameaba como flamean las banderas.Qué suerte que estoy acá, pensé, con lágrimas en los ojos.
Cuando estábamos en el subibaja de la plaza de mi barrio, en Rosario, no imaginé que la lepra fuese más fuerte que el cáncer.