Lun 17.01.2005

CONTRATAPA

Vivir en Indonesia

Por Enrique Medina

Ha pasado tiempo desde la furia del maremoto, pero los gritos y quejidos de los heridos aún agobian a quienes no están acostumbrados al sufrimiento. Para este cirujano que ya no tiene en la manga un espacio limpio de sangre para quitarse la transpiración y que empezó como enfermero al tiempo que iniciaba los estudios en la Facultad de Medicina los ayes de los pacientes siempre lo han acompañado. Hay que endurecerse para ser buen cirujano, estar atento a lo que se hace, a la necesaria improvisación, olvidando al paciente, le decía su buen profesor: “ellos no quieren que llores con ellos, ellos quieren que les soluciones el problema; hay que ser frío y efectivo como un robot, olvidar al paciente en beneficio del resultado”. Este cirujano ocupa circunstancialmente la jefatura de esta improvisada sala de operaciones, donde la confusión es la norma y segundo a segundo entran cuerpos traídos en vilo o cargados sobre espaldas por gente que ayuda sin que se lo pidan, y sueltan al descalabrado y se llevan al curado o muerto sin saber dónde lo dejarán, en las veredas, amontonados en la plaza, que se las arreglen y tenga la suerte de que un familiar los halle, o no, y bueno, que siga la historia en un país devastado y corrupto sin escuelas ni templos, con pilas de cadáveres para alegría de moscas y perros hambrientos. El cirujano trata de no llevar la cuenta y hacerle caso a su buen profesor. En su momento le discutió el concepto argumentando alguna tontera, pero ahora sabe que el tonto era él. Pide los instrumentos y actúa, él piensa que en vez de actuar está ejecutando, y aunque estos términos pueden ser sinónimos en un desorganizado centro de operaciones el significado es otro, así que se distrae pensando en su novia vestida de gala para el festival balinés de Galungan, celebración en la que los dioses bajan a la tierra para unirse a la alegría de la gente. No han bajado, no hay alegría. Debería existir una fiesta en la que otros dioses bajaran para unirse al dolor de los pueblos, piensa, mientras trabaja sin llevar la cuenta. Trata de no sumar, pero suma. Su novia hace dos meses había ganado una beca para investigar el HIV en un importante centro de Francia, ella le había rogado que la acompañara, y así quedaron, ya él se ubicaría en algo para lo que se estaba preparando haciendo un curso acelerado de francés; partirían felices. Se quita la transpiración con la manga ensangrentada y ve al médico de la brigada china que también lo mira coincidiendo en el descanso de la respiración, también ve la interminable entrada y salida de cuerpos. A falta de camillas usa un tablón sostenido por listones y se cargan tres, cinco cuerpos; o de hombro a hombro cruzan una viga de la que cuelgan bolsas con brazos sobresaliendo, la gente es creativa. Toma conciencia de los gritos y ayes de dolor. El pesado olor a muerte lo hace trastabillar, entonces recuerda a su buen profesor y se convierte en un frío robot; abre y cierra las manos con fuerza para revitalizar los dedos, muestra la palma abierta y le depositan la sierra que había pedido afilaran porque el mucho uso la había desgastado. Mira a la niña apenas anestesiada, porque falta anestesia, suero, vacunas, falta todo, vendas, alcohol, agua, falta agua y él tiene sed, lo mismo que la niña, él la mira a los ojos y se da cuenta de que ella no piensa en la sed sino en lo que él hará para salvarla. El piensa que en las condiciones que ella quedará los traficantes sexuales seguirán de largo, la salvará para que mendigue, si eso es salvarla. Pide que la agarren fuerte de las extremidades. Se desmayará en el primer dolor y podrá amputarle las piernitas para evitar la gangrena. Suplica que el mar no haya hecho sufrir a su novia, que se la quede, que no la devuelva en pedazos descompuestos, y la recuerda hermosa, vestida de gala para el festival balinés. Con ésta ya suma cincuenta amputaciones. Ejecuta, ahora que la niña se ha desmayado, luego de un grito agudo y salvaje que le atravesó los tímpanos y llegó al sordo cielo.

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