Vie 21.01.2005

CONTRATAPA

Bufonadas

› Por Horacio Verbitsky

Se comprende el asombro que sus actitudes provocan en España. Su ingreso a la Audiencia Nacional de Madrid el viernes pasado, a la rastra de dos policías; sus ojos cerrados como si estuviera semiinconsciente; sus bamboleos a derecha e izquierda, arropado en una manta, a punto de caer desvanecido; su dolor de cabeza que no le permitía ver, oír ni hablar, no provienen de la vertiente asturiana del Ser Nacional, por decirlo con la metáfora de otro actor de la escena política argentina. Su recuperación prodigiosa a partir del lunes, que le permitió exponer con notable energía durante tres jornadas dobles, está en línea con otros records admirables, que en la Patria de Fidel Pintos y Pepito Marrone no hacen cuestión de ideologías. Si se diera crédito a sus dichos, el capitán de corbeta Adolfo Francisco Scilingo cumpliría hoy cuarenta y dos días de huelga de hambre, un recurso extremo que cuando se emprende en serio, como hizo el militante independentista irlandés Bobby Sands, cuesta la vida entre la quinta y la sexta semana. De todos modos, Scilingo aún está muy lejos de la plusmarca nacional (y mundial) de 120 días. En las pampas se da una raza de hombres sin par.
Como Pinochet cuando lo detuvieron en Londres, también por orden de la justicia española, porque ni la de Chile ni la de la Argentina se decidían a actuar, Scilingo finge enfermedades invalidantes a la hora de responder por sus crímenes. Ambos fueron implacables con las personas indefensas que tuvieron en sus manos cuando ejercían el poder absoluto pero tiemblan y lloriquean, simulan hambre o demencia, cuando se les pide cuenta de sus actos. No sólo tuvieron distintas jerarquías en las respectivas maquinarias del terror. También son personalidades diferentes, sólo hermanadas por la cobardía. El chileno siempre negó cualquier conocimiento de los hechos, cuya responsabilidad delegó en los niveles inferiores, tal como hicieron en la Argentina Videla y Massera. Todos ellos hablaron además con desprecio por sus víctimas. Scilingo, en cambio, fue el primer oficial que confesó su intervención personal en el asesinato de treinta personas, cuyos rostros dormidos y cuerpos desnudos vuelven a acosarlo en sueños.
Abrumado por la culpa de lo que había hecho buscó consuelo en la religión, que sólo le proveyó de algunas parábolas huecas como la separación del yuyo del trigal; en el alcohol, que no le bastó, y en las drogas, sin cuyo sostén no podía dormir. Como ninguno antes ni después, asumió la dimensión trágica de los hechos que había protagonizado y por esa vía buscó recuperar algo de la dignidad perdida. Cuando volví a entrevistarlo al mes de publicada su confesión, dijo que se sentía aliviado y que “todos los que cometimos estas barbaridades deberíamos estar presos”. De ese modo “podríamos hacer un verdadero mea culpa, permanente, y pagar nuestra deuda. Y el efecto más importante sería sobre los que siguieran en la institución, gente nueva o que no se haya ensuciado las manos. Les serviría para reflexionar, como un recordatorio de lo que no deben hacer.” Por entonces regía el punto final que lo impedía. Para sortear ese obstáculo viajó a España (pese a la advertencia de sus abogados, Mario Ganora y Liliana Magrini, quienes le hicieron saber que no conseguiría el status de testigo protegido, porque no era testigo sino partícipe). Cuando me llamó desde su primera celda en Carabanchel, se lo escuchaba conforme, como quien ha logrado una meta tan anhelada como temida. Con los años que pasó en prisión preventiva parece sentir que ya pagó esa culpa e, incapaz de mantenerse a la altura de la tragedia, recurre a los ardides de la ópera bufa, como cualquier ratero pueblerino.
En su tentativa por negar los hechos ha inventado una historia inverosímil: se prestó a una conspiración del juez Garzón, resentido con Massera porque quiso secuestrar a su hermana militante, quien enfermó y murió a raíz del sufrimiento de la clandestinidad (¡de cáncer, once años después de concluida la dictadura militar!). Autoinculparse fue una venganza contra “ese hijo de puta”, a quien intentaba desenmascarar. Pero él sólo estuvo en automotores y electricidad y nunca supo lo que hacía el grupo de tareas de la ESMA y las cartas a Molina Pico, Videla y Menem en las que menciona sus vuelos fueron inventadas para hacer creíble su historia.
Nada de eso es cierto, pero Scilingo especula con el desconocimiento de algunos hechos que atribuye a los jueces españoles. Lejos de abrigar sentimientos vengativos hacia Massera, en los años de la persecución a su hermana sentía por él “total y absoluta admiración. Al año siguiente de estar en la Escuela de Mecánica me dieron pase a la Fragata Libertad, antes de zarpar hubo una cena y por casualidad me hicieron cenar al lado del almirante Massera. ¡No se imagina lo orgulloso que estaba!”. Su desilusión vino más tarde, cuando el jefe se lavó las manos y dejó librados a su suerte a los Rolón, Astiz y Pernías, a quienes el Senado negaba el ascenso. El planteo con el que explicó su decisión de confesar, en noviembre de 1994, era casi gremial: era injusto que a esos camaradas se les cortara la carrera, cuando otros que habían hecho lo mismo, siguiendo órdenes institucionales, habían ascendido, entre ellos quien le ordenó a él participar en los vuelos, el vicealmirante Adolfo Arduino. Fue recién al cabo de muchas horas de interrogatorios de insoportable tensión que afloró la motivación profunda, su incapacidad de convivir en paz con aquel recuerdo.
Ni siquiera ahora que intenta borrarlos con una negativa pueril se animó a desconocer una de las cartas que entregué al juez Baltasar Garzón en noviembre de 1999 y cuya autenticidad Scilingo reconoció esta semana. La firmó en 1985, en papel con membrete y sellos de la Armada y fue escrita para implorar a la Junta de Calificaciones que no truncara su carrera negándole el ascenso. Allí narra “un suceso que me ocurriera durante un vuelo que realizara en un avión Skyvan de la Prefectura Naval Argentina en el año 1977 en el que cumpliendo tareas relacionadas con la guerra contra la subversión y mientras la aeronave tenía su compuerta abierta, perdí pie y estuve a punto de caer al vacío, hecho que fue evitado por la rápida intervención de uno de los tripulantes”. ¿Pretenderá que en ese avión preferido de los paracaidistas, sacaba a pasear a los presos y abría la portezuela para que tomaran sol y respiraran el aire fuerte del mar? Pero aun después de su inconsistente retractación me escribió de puño y letra desde la cárcel de Alcalá Meco, sin desdecir nada de lo que grabó frente a mí, para pedirme que publicara una exhortación al nuevo jefe de la Armada, su ex compañero Jorge Godoy, a decir toda la verdad y difundir las nóminas de personas asesinadas que, según dice, la Marina conserva.
Scilingo pretende que no se lo está juzgando a él sino a la dictadura militar. No es así. La dictadura ya fue juzgada por la sociedad argentina, comprometida a que nunca se repitan actos semejantes, y un centenar y medio de sus perpetradores están bajo arresto en la Argentina a la espera de su día en los tribunales, como el que España le concedió con generosidad a Scilingo. Ninguno de ellos hizo lo mismo con sus víctimas.

* Autor del libro El Vuelo, Verbitsky está en Madrid, citado a declarar como testigo en el juicio a Scilingo.

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