Lun 24.01.2005

CONTRATAPA

Ser volador

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO
La pregunta es ¿por qué volar? La respuesta, parece, es ¿por qué no? Es decir, desde el principio de los tiempos, el hombre miró para arriba y pobló todo ese espacio con dioses de todas las etnias y marcas, y catástrofes cósmicas y múltiples posibilidades de lo extraterrestre. El fin o la salvación vendrían siempre desde arriba, se decidió casi enseguida. Así que tanto científicos locos como humanistas cuerdos o héroes oscuros –no olvidar el costado y el frente antisemita de Lindbergh– se lanzaron hacia lo alto, a la conquista del aire. Y, se sabe, todo lo que sube baja. Y, a veces, cae.

DOS
Prueba absoluta y perfecta moraleja de todo esto es lo que se cuenta en El aviador, flamante y lujosa biopic del perturbado y perturbador magnate flotante Howard Hughes a cargo de Martin Scorsese y Leonardo Di Caprio. La película no está nada mal (en cualquier caso no era muy difícil mejorar los resultados de la atroz anterior aventura del tándem: Gangs of New York) y lo que cuenta nunca dejará de ser fascinante. La alucinada gesta personal de un hombre que –no conforme con ser uno de los dueños de la Tierra y de haber fuckturado en su cama a buena parte de las estrellas de Hollywood– también reclamaba para su curriculum una vida en las alturas. Así, en uno de los más logrados momentos de la película, Hughes acaricia la espalda desnuda de Katherine Hepburn y corte y la zarpa de Hughes prosigue su camino, pero –por corte– lo que ahora acaricia es la maqueta de un avión. Ahí está todo, ésa es la esencia del personaje: cuerpos y fuselajes y –siguiendo siempre los iniciáticos consejos de mamá– un terror a lo microscópico y microbiótico, a todo eso que no se puede ver, pero está ahí, volando para aterrizar en el aeropuerto de nuestro cuerpo. El aviador se ocupa del dorado tramo de vida que va de 1927 a 1947: arranca con la producción de Hell’s Angels (un desaforado largometraje aéreo que Hughes produjo y dirigió con poca gracia, pero colosal entusiasmo; la película es atroz, pero sus secuencias voladoras todavía hoy impresionan) y culmina con el advenimiento de sombras mucho más profundas que las de un cine y con un Hughes repitiendo una y otra vez el mantra “A way to the future”, “a way to the future” del mismo modo en que Charles Foster Kane susurró el nombre de un trineo a la hora del adiós. Y hay algo de justiciero en el casi hecho consumado de que El aviador triunfe en los próximos Oscars y que de una buena vez le den su estatuilla al pobre Marty: he aquí una película que, al mismo tiempo, celebra y condena los excesos de Hollywood y que cae justo para el centenario del nacimiento del freak en cuestión. Y queda claro que Scorsese –cada vez más maniático y verborrágico, por lo que se ve en sus entrevistas– opta por detenerse en el momento justo antes de que a Citizen Hughes se le venga todo el cielo encima: Scorsese quiere a Hughes a pesar de todo, porque Hughes es un visionario. ¿Habrá un El aviador 2 que nos cuente el resto de la historia, la parte más sórdida y demencial con un Hughes más cerca del Barón Sardónicus que de Donald Trump? Difícil. En cualquier caso, habría que cambiarle el título por el de El pasajero: el espanto de un tipo perdido en la tenebrosa terminal de su locura terminal, pero que, sin embargo, se permitió un último aliento y gesto de justicia poética: Howard Hughes murió volando sobre el Golfo de México, en un avión que lo llevaba de Acapulco a Houston. Pocos días antes le había dicho a su viejo amigo Jack Real: “Tienes que ayudarme. Cuando me vaya van a aparecer todos esos biógrafos; y no quisiera que se concentraran en las chicas o en las películas”. “Yo sólo quiero ser recordado por mi amor a los aviones”.

TRES
Y cómo no pensar en el pobre Howard y su monstruosa aeronave –aquel Spruce Goose, que apenas llegó a volar cien metros y a aguantar un minuto en el aire de aquel 2 de noviembre de 1945– cuando, días atrás, Europa toda festejó el nacimiento de esa ballena voladora que es el nuevo Airbus 380. Allí estaban Blair y Chirac y Schröeder y Zapatero a los pies del leviatán sonriendo para la foto y preguntándose en silencio si semejante criatura –que a la hora de la verdad y de los números no es otra cosa que una declaración de guerra a la América de la Boeing y a sus de golpe pequeños 747– iba a traer alegrías o vértigos y mareos. En cualquier caso, la magna ceremonia del bautismo a la que acudieron 5000 invitados –musicalizada con el emotivo y mórbido soundtrack de Edward Scissorhands, ese metafórico descendiente de Howard Manosenguantadas– tenía todo el aire de un sueño de Jules Verne. O, mejor todavía: de esas contadas –y por eso inolvidables– viñetas a toda página en las aventuras de Tintín. Dicen que el avión tiene capacidad para 555 asientos, pero –se advirtió también– podrá incrementarse hasta los 800. Así que ya saben, lo mismo de siempre: correrse que al fondo hay más lugar.

CUATRO
Y supongo que el volador enterrado Adolfo Scilingo lo habrá visto por la tele desde su celda madrileña. ¿Cómo titular una película sobre este ex capitán de navío primero aficionado a los más siniestros vuelos de de nuestra reciente historia y después seducido por su fácil conversión mediática en seudo héroe de cabotaje? ¿El estrellador? La semana pasada –seguro que lo vieron– Scilingo se desmayó en un juzgado de la Audiencia Nacional. Días después –defensor de sí mismo– declaró fresco y frío como lechuga de menú aéreo (uno de los letrados bromeó un “habrá que pedir la dirección del médico de Scilingo, porque ha sido una recuperación milagrosa”) que él no sabía nada de los dos vuelos de la muerte en los que alguna vez aseguró haber intervenido directamente, que no se acordaba de nada, que “dije cualquier cosa”, que la idea era autoincriminarse para que se investigue. Después, agregó que “Voy a decir la verdad que me convenga” o algo así. Y yo había visto en el cine El aviador, había visto en televisión lo del nuevo Airbus, y había leído en el diario lo de Scilingo, y me propuse escribir algo donde planearan estas tres versiones de cielos. Pero lo cierto es que –llegada esta última parte, con el cinturón abrochado– no se me ocurre cómo aterrizarla.
Serán las náuseas por las turbulencias.
Será el miedo ante la existencia de semejantes bacterias.
Será el asco.

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