CONTRATAPA
Perfidia y poesía
Por Osvaldo Bayer
Comenzó la inmensa casualidad hace apenas tres semanas, en San Isidro. Se iniciaba un episodio que duraría tres días en el cual se regresaba a una realidad trágica que había sucedido hace ochenta años. La casualidad acercaba de pronto a la hija de un criminal de guerra y a la hija de su propia víctima, fusilada en las huelgas patagónicas de 1921. Ochenta años en los cuales el dolor no ha desaparecido sino que sigue constante, presente, inolvidable, con el rostro de las víctimas.
Participaba yo un sábado de este diciembre, a la mañana, de un encuentro entre escritores y público en una librería de San Isidro. Como me ocurre siempre –no me explico por qué–, llegué primero a la cita. Y mientras esperaba a los demás colegas me fui a tomar un café al patio lleno de árboles, de luz y de verdes de la librería. Estaba ensimismado pensando en los hechos que se desarrollaban en nuestro país, anunciadores de lo que después ocurrió: la gente en la calle, en la protesta. De pronto se presentó ante mí una mujer de cierta edad que me dijo en voz altisonante:
–Yo soy la hija menor del general Anaya, ya fallecido, a quien usted llamó asesino y fusilador de obreros patagónicos. Vengo a reclamar los documentos que usted le robó a mi padre. Vivo enfrente de esta librería y vi su nombre pintado en la vidriera y entonces resolví venir para cumplir con un pedido que mi padre, el general, nos hizo a sus hijos, en su lecho de muerte.
La mujer, bien vestida y peinada, estaba muy nerviosa. Por eso la hice sentar y le pedí que guardara calma.
Me di cuenta de que, con teatralidad, esa señora, de 74 años, esperaba ganar la discusión y avergonzarme ante los presentes, que seguían disimuladamente, a unos pasos, el curso del insólito encuentro.
Le respondí en voz firme pero respetuosa, lo siguiente:
–Por empezar, señora, usted está afirmando una infamia. Yo no le robé ningún documento a su señor padre. No necesité de esos documentos para demostrar que su padre asesinó a obreros rurales en 1921, en la forma más vil y cobarde que un ser humano pueda imaginarse. Pero antes le quiero preguntar que me diga qué les pidió el general Anaya, a sus hijos, en el lecho de muerte.
–El nos reunió poco antes de morir para decirnos que teníamos que luchar contra usted, recobrar los documentos que le había robado y demostrar que él no había sido asesino.
–Me llama mucho la atención –le respondí– que el general Anaya haya esperado morir para reclamar documentos que dijo que yo se los robé, y más, que encargara a sus hijos que demostraran que él no había sido un vil asesino. Es hasta cómico, porque él tuvo la oportunidad durante muchísimos años de iniciarme juicio por ambas cosas. Fíjese, señora: la polémica con su padre la tuvimos por escrito en el diario La Opinión ya en el año 1974. Allí pruebo que él ordenó fusilar sin ningún reparo legal a trabajadores del campo patagónico, ahí rechazo el ataque burdo –para desviar la atención de los incautos– de que yo le quité documentación militar. Su padre murió en el año 1986. Es decir tuvo doce años para defenderse. Y, según usted, recién lo hace en su lecho de muerte pidiéndoles a su hijos que se encarguen de esa tarea. Durante doce años se calló la boca. Más todavía, desde su muerte, en 1986, hasta ahora, 2001, es decir 15 años, sus hijos –que recibieron ese pedido del padre moribundo– no hicieron nada. Y usted viene porque vio mi nombre en una vidriera enfrente de su domicilio. Muy cómodo. Extraña forma de cumplir con el mandato de un moribundo. Su padre fue el único de los oficiales fusiladores de peones rurales que llegó a general. Fue golpista en 1943 y –por esas cosas de cruel realismo mágico y corrupción– fue nombrado ministro de Justicia eInstrucción Pública de la Nación. El asesino de 1921, ministro de Justicia. Realidades argentinas. En 1955 participa del golpe de Aramburu y La Nación dirá: “El general Anaya no dudó en avalar los fusilamientos de 1956, en que murieron 22 militares y 17 civiles peronistas encabezados por el general Valle”. Cuando murió Anaya, sus restos fueron despedidos por el ex dictador general Juan Carlos Onganía. Estaba todo dicho. Una vida completa. Y usted, señora, viene ahora, en 2001, a querer enlodarme con robo de documentos. Un investigador jamás roba documentos porque sino después no puede citar la fuente y la prueba pierde su valor. Toda la documentación militar –en fotocopia– me fue facilitada por el general Juan Enrique Guglialmelli, director del Centro de Altos Estudios del Ejército. Vaya allá a buscar los documentos que hablan de su padre.
La hija del general se fue cargada de rabia y de odio. Pensé en lo dramático que debe ser ser hijo de genocidas, de torturadores, de desaparecedores. Estos maldicen con sus hechos a todas las generaciones venideras de la propia familia.
Pero tres días después, ese realismo mágico argentino me depara la contrapartida. Una periodista de Página/12 me avisa que me quiere ver la hija de Albino Argüelles, el dirigente de los peones rurales de San Julián, fusilado por Elbio Carlos Anaya. En pocas horas –después de ochenta años de los sucesos– me tocaba conversar con la hija del asesino y con la hija de su víctima.
En Palermo, me recibió Irma Dora Labat, de 81 años. Me dice que ella es hija natural –hija del amor– de Albino Argüelles y su madre, Clara Irene Labat. “Mi padre no me conoció”, agrega. Ellos dos se enamoraron y fui concebida antes de que mi padre partiera para la Patagonia. Nací un mes antes que a él lo fusilara el general Anaya, el 18 de diciembre de 1921. Estamos a 17 de diciembre de 2001, justo hace ochenta años. Mi padre se enteró, semanas antes de ser asesinado, de mi nacimiento y le envió una carta a mi madre, desde San Julián, con una poesía sobre mí que cuando fui niña la aprendí de memoria y nunca me olvidé.
Me mira toda emocionada. Es el mejor homenaje a su padre, fusilado por defender los derechos de los trabajadores de la tierra:
A ti te queda el consuelo
de nuestro fruto adorado
en cuyo rostro esmaltado
se mitigan tus desvelos
teniendo siempre presente
a nuestra hijita en la memoria
que de tus besos la gloria
la cubre constantemente.
Nos quedamos mirándonos. La anciana Irma Labat tiene los ojos llenos de lágrimas. Su rostro inspira una ternura mansa, tal vez de protesta silenciosa.
Luego me relatará que su madre con otras mujeres concurría el puerto cuando venía un buque de la Patagonia porque decían que a los miembros de las sociedades obreras los traían presos. Pero los buques llegaban y las mujeres esperanzadas esperaban hasta que la dársena quedara vacía. No, no llegó nunca. Lo habían fusilado. Lo habían asesinado junto a tantos de sus compañeros.
Luego se fueron conociendo detalles. Albino Argüelles no quiso librar combate con el Ejército, sino conversar con los militares para que se hiciera cumplir el convenio rural que regía oficialmente. El capitán Anaya los hizo encerrar en un corral y ordenó castigarlos ferozmente a sablazos y luego fusilarlos. Un hecho cobarde, deleznable. “Mi madre jamás volvió a casarse –me dice Irma Labat–, vivió del recuerdo de mi padre. Es que era un hombre muy joven –tenía 27 años cuando lo fusilaron– y lleno de humor. Los socialistas y anarquistas no se casaban, los unía el amor. El, mi padre, era socialista y La Vanguardia escribió una muy triste crónica de su fusilamiento. También lo recordaba siempre el Partido Socialista Internacional.
Su asesino llegó a general, más todavía, a ministro de Justicia. Los estudiantes, los docentes, los ciudadanos democráticos de San Julián tienen que reivindicar la figura de este dirigente obrero que luchó por el primer convenio de las peonadas. Lo hizo con la palabra y el ejemplo, no mató a nadie ni disparó un solo tiro contra el ejército. Fue muerto porque era inteligente y su alma y su cuerpo sentían lo que es el valor de la justicia y la solidaridad con los de abajo. Una calle debe llevar su nombre y un monolito, marcar la tumba donde descansan sus restos junto a los de sus compañeros que reclamaban lo justo.
El tiempo siempre descorre la cortina que trata de ocultar la verdad. Los crímenes jamás se podrán ocultar.