Dom 03.04.2005

CONTRATAPA

La Primera Guerra Mundial

Por José Pablo Feinmann

Ese adjetivo “Mundial” expresó –entre otras cosas– la soberbia de las naciones centrales: “Si nosotras estamos en guerra, ésa guerra es ‘Mundial’”. Porque ellas, las naciones centrales, eran “el mundo”. O, si se quiere, el mundo que importaba. La historia de Europa cubre la “Historia de la Humanidad” desde los griegos hasta las Torres Gemelas. Toda “participación” anterior de Oriente o América latina fue lateral y se expresó por medio del saqueo de Europa. Quiero decir: los territorios periféricos existían porque la metrópoli los expoliaba y, con esos recursos, “hacía” la historia. Entre la reacción estructuralista de un Lévi-Strauss, que encuentra historia y lenguaje aun en las sociedades más primitivas, a la originaria, brutal expresión de Heidegger en un curso de lógica de 1934 (“Los negros no tienen historia”) hay una diferencia, pero no se expresó ni cultural ni políticamente. El “mundo” fue Europa. Y lo que Europa hacía era “historia”. De modo que una guerra entre Alemania, Francia e Inglaterra, ¿qué otra cosa si no “Mundial” podía ser? (Hegel, en 1831, muy tranquilo, decía que América del Sur no estaba aún “completa” geográficamente. ¿Estaría surgiendo del océano? Entre tanto la borrasca europea había eliminado millones y millones de “nativos” y el capitalismo comercial –que pronto se haría “industrial”– había surgido como resultado del saqueo del oro de Indias.)

Alemania, nación tardía:

Tardíamente, a partir de 1870, Alemania llega a su unidad nacional. Llega tarde a la etapa imperialista. Este suceso histórico determinó (entre, por supuesto, otras causas) las dos guerras llamadas “mundiales”. Porque Alemania venía a discutir el reparto imperialista del mundo. Esto ya lo decían los jóvenes radicales de Forja en la década del treinta. De aquí que las guerras “mundiales” fueran, desde la periferia, llamadas “guerras interimperialistas”. De aquí que la Argentina no haya participado de ellas.
Otra interpretación de estas guerras es la del neoliberal Ernst Nolte. Las llama “guerras civiles” europeas. Nolte busca llevar agua para su molino. El siglo XX habría sido, según él, un campo de luchas civiles entre naciones de Europa. Centralmente entre los estados totalitarios. El totalitarismo nacionalsocialista se habría enfrentado al totalitarismo del Este. Un Estado (totalitario) contra otro Estado (totalitario). La “guerra civil” se resuelve con el triunfo de las “democracias occidentales”, que no se fundan en el estatalismo, que creen en el mercado, en la libertad y en la infinita fecundidad de las corporaciones. Aquí, jubilosas, surgen las filosofías posmodernas. La historia se ha vuelto tan “plural” como la “democracia”. Hay miles de puntos de vista. No hay una centralidad privilegiada. Como, por ejemplo, el satánico Estado estalinista o el del Reich alemán. El Estado es la más detestable de las centralizaciones y conlleva naturalmente al totalitarismo. El mercado es, por el contrario, la expresión económica de la pluralidad democrática. Lo que triunfa, con la caída del Muro, es el Mercado. Lo plural. La democracia. Caen los totalitarismos estatalistas, la historia termina y el “último hombre” de Fukuyama se aburre entre videos y estéreos en un mundo de abundancia.
Todo esto se hizo añicos. La posmodernidad (salvo en algunos terrenos prerracionales como las universidades norteamericanas o algunas teorías sobre el cine y el teatro) es reemplazada por la globalización del “nuevo” conflicto. Que es el choque de civilizaciones. Oriente entra en escena. El enemigo, dice el señor Huntington, es el Islam. La historia ya no es la historia de Europa. La historia, con la globalización, se globaliza. Nunca sabremos quién hizo lo de las Torres Gemelas, pero era necesario un significante tan poderoso para inaugurar un nuevo tiempo histórico: la historia del planeta. Cuando caen las torres caen los pequeños relatos, los puntos de vista situados, zonalizados, las pluralidades exquisitas, la igualdad de todos los dialectos, la transparencia mediática, la libertad del mercado, todo. Todo se globaliza. La guerra también. El Imperio que la emprende es global. Su escenario es el entero planeta. El nuevo enemigo (“el terrorismo internacional”) puede estar en cualquier parte. Y ahí irá a buscarlo el Imperio.
Esta, la que recién empieza en Irak, es entonces la primera y real guerra planetaria. La Primera Guerra Mundial. Una serie de problemas inéditos y de altísimo riesgo surge para los países que se atrevan a no participar de ella. (Como sea, esta guerra mundial tiene un lenguaje muy duro: “Si usted no participa de mí, yo lo obligaré”. Es el “Con nosotros o contra nosotros” de Bush. O, peor todavía, el “Dios no es neutral”. Si Dios no es “neutral”, ¿cómo alguna nación del planeta puede arrogarse el derecho de serlo?)

Pornografía de la muerte:

Una guerra desatada por un Imperio Global contra un mundo globalizado requiere desacralizar la muerte. Esta guerra es global porque (entre otras cosas) es preventiva. Estados Unidos decide dónde está el enemigo, quién es y cómo combatirlo. Nadie sabe en qué momento se transformará en “enemigo” del Imperio Global y quedará incluido en su “guerra preventiva”. Si la guerra cubre el planeta, la muerte deberá elaborarse (a través de los mass media) como “paisaje cotidiano”. La guerra es la legalización de la muerte. La “guerra” es ese espacio en el que se puede y se debe matar. Matar “en” la guerra es ser un héroe. “Fuera” de ella es ser un asesino. Para ello hay que mostrar la guerra. Digamos: obscenizarla. Lo obsceno es lo infinitamente visible. Lo pornográfico también. La pornografía aburre porque su naturalismo brutal abruma y lleva a una rápida saciedad. El erotismo, que apela a la creativo, a la imaginación, es infinito. Se trata, entonces, de exhibir pornográficamente la muerte. La causa: todo este planeta en guerra deberá asumir que la muerte es un espectáculo. Uno más. Uno entre otros. Algo que está ahí: en la tapa de los diarios. Y que uno olvida con sólo dar vuelta la página.
El Jesús de Mel Gibson es fascista y antisemita por donde se lo mire. Pero es en la exaltación de la tortura donde esa arista cruel e inquisitorial asoma más brutalmente. Esa tortura infinita del Jesús de Gibson reclama la tortura de quienes pidieron su condena. El problema de la “tortura” hipermediática del Papa es menos transparente. ¿Qué se busca? ¿Mostrar al mundo un nuevo calvario? ¿Por qué esta pasión por exhibir el dolor de este hombre? Eso que vemos en esas fotos, ¿es todavía un hombre? ¿Está vivo o está conectado a algo y emite gestos de dolor para visibilizar al extremo su sufrimiento? Es muy incómodo, indecente esta muerte pública de este Papa. La muerte, se sabe, es un acto final e íntimo. Exige recogimiento y respeto. Que no lo es por la muerte sino por la vida que se va. Se lamenta, sobre todo, eso. Lo que caracteriza a un ser humano es su conciencia crítica. Su subjetividad problemática. Sus preguntas y angustias metafísicas. En otras cosas, los animales valen tanto como él. Sobre todo en la capacidad de sufrimiento. En otras, valen más: un caballo no tortura a otro, ni un hipopótamo. Los animales no torturan, carecen del sadismo necesario para hacerlo. ¿Por qué inquietan las fotos de este Papá terminal? Alguien está manipulando la muerte. Alguien la está mercantilizando. Las fotos del Papa recuerdan las de las torturas en Irak. Es la misma banalización del dolor. El dolor como mercancía periodística. La muerte como espectáculo. Cuando la muerte se banaliza, todas las vidascorren peligro. Algo más que coherente si estamos inmersos en una guerra que –por primera vez– es “mundial”.

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