Vie 01.07.2005

CONTRATAPA

La televisión no es inocente

› Por Luis Bruschtein

La Fija o Crónica estaban en las mesas de los bares hace algunos años, hasta que pusieron la tele colgada en un rincón para ver los mundiales. La circulación de conocimiento estaba distribuida más o menos entre la familia, la escuela, la Iglesia y lo que se leía, se discutía y hablaba. Ahora hasta los burreros se prenden de la tele para diseñar las apuestas. La televisión se convirtió en la gran escuela, en la sede del pensamiento universal. Administradora del imaginario y los placeres, se quedó sin competidores a la vista, lejos la familia, lejos la escuela, pública o privada, la Iglesia y más lejos los libros. De la televisión se aprende a elegir, a discernir, a conocer el mundo, a admirar u odiar, la televisión juzga si sos feliz o no, gran triunfador o terrible fracasado. Allí está la tele en un rincón de la casa, antes pasatiempo ahora emperatriz, antes opción, ahora monopolio de los saberes. El tiempo libre y el tiempo muerto son para la tele y en esos tiempos que no son importantes toman cuerpo los elementos para tomar decisiones que son importantes. Y esos procesos multiplicados por millones de salas, comedores, bares, dormitorios y hospitales van decantando carácter, cultura y estilos nacionales.
Millones de argentinos que miran televisión aprenden a ver el mundo desde allí, se familiarizan con los famosos, y supuestamente valiosos, y comprenden el mundo como se los muestra la pantalla.
Lo escrito ordena el pensamiento, obliga a ordenar y desarrollar las ideas. El poder fabuloso de las imágenes tiene otros mecanismos. Funciona por destellos, no hay pensamiento abstracto, hay impactos poderosos. No hay encadenamiento o procesos de razonamiento sino impulsos aislados que quedan impresos, una idea simple estampada con un cañonazo de imágenes. Como un discutidor profesional pero inconsistente, la imagen de televisión simplifica y potencia al máximo y sobre esa base estipula la agenda, lo que es importante o no en la vida de las personas o de un país. Son procesos en los que siguen interviniendo muchos factores, pero como en las grandes corporaciones, el dueño del 15 por ciento de las acciones arrastra decisiones e impone políticas.
Muchos profesionales de la televisión la definen como un pasatiempo y es probable que hace muchos años lo fuera. Ya no. Ahora es el pequeño dragón metido en todas las casas. El aparato fue deglutiendo espacio y función, y sin que nadie le asignara ese lugar, de pasatiempo superfluo pasó a inducir y regir comportamientos. La caja boba se convirtió en el gran profesor Girafales.
Los dueños de los medios la conciben como un negocio, una empresa de entretenimientos como cualquier otra, cuyos límites surgen naturalmente del mercado, que aquí es el rating, que además define la pauta publicitaria. Pero esa pauta además tiene una carga política e ideológica. Y mucho más en el caso de la televisión que en los demás medios. Las grandes empresas distribuyen sus pautas entre los formadores de opinión con claras preferencias, inclusive cuando el rating no favorezca a sus preferidos.
Ni el ministro de Educación, secretario de Cultura o eminencias de la ciencia y la vida, al dragón lo controlan las grandes pautas publicitarias y empresas que se han convertido en corporaciones multimedia. Allí está la llave del principal propalador de cultura del país, del inductor de principios, actitudes y valores en una sociedad que después no entiende qué le pasa ni adónde va, porque ni siquiera hubo una producción social consciente de esos contenidos.
Definir a la tele como un negocio o un simple entretenimiento es anacrónico, parcial y hasta peligroso. Cualquiera puede ver a esta altura que la televisión es mucho más. Esas dos definiciones tradicionales le escamotean a la sociedad el derecho de participar en la discusión sobre los contenidos.
Hace algunas semanas, el Gobierno prorrogó las licencias de radio y televisión, con lo que congeló por otros diez años un ordenamiento que se basa en estas definiciones. Resulta curioso porque en estos días connotados intelectuales y comunicadores, a muchos de los cuales se los podría calificar como más conservadores que el Gobierno, han discutido sobre el lenguaje chabacano, la programación chatarra y el bajísimo nivel de la televisión en Argentina. La discusión va más allá, porque la sociedad no sólo tiene derecho a opinar por los contenidos, sino también a decidir sobre ellos y tiene que buscar la forma de hacerlo, como lo han hecho los países europeos. Tiene que haber opciones con otras propuestas, la sociedad tiene derecho a decidir sobre lo que entra en sus casas. De la misma forma que se discute la educación pública, tiene que haber un debate permanente en la sociedad y políticas públicas sobre estrategias comunicacionales que tiendan a jerarquizar y democratizar la difusión de contenidos. Mantener las cosas como están es lo mismo que desentenderse de la educación pública.

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