Sáb 02.07.2005

CONTRATAPA

El trapo rojo

› Por Osvaldo Bayer

Un episodio común en nuestros cuarteles. Ocurrió hace pocos días. Es una costumbre bastarda. Hacerles jurar la bandera a alumnos de colegios en medio de un desfile militar y ante militares. Justamente ante quienes fueron constantemente infieles al honor de ser fieles y defensores de las instituciones democráticas. Recordemos los fusilamientos de obreros por parte de Uriburu, el bombardeo de la Plaza de Mayo –desde arriba, con toda impunidad sobre indefensos civiles–, la Noche de los Bastones Largos del general estreñido por excelencia, Juan Carlos Onganía, los fusilamientos sin juicio por Aramburu, el asesinato de prisioneros en Trelew por Lanusse, la desaparición, torturas, robo de niños, masacre de adolescentes en la Noche de los Lápices, el arrojar a prisioneros al mar de Videla y sus monstruos. Y todavía los argentinos enviamos a nuestros hijos a “jurar la bandera” a esos cuarteles, donde hasta ahora nadie ha aprendido nada.
Porque un desaforado –plantándose nada más que en sus botas y en su grosería de mandón– recordó las hazañas nada menos que del general Bussi, matador de hasta los mendigos de Tucumán. Dijo que por esa bandera se luchó “contra el terrorismo apátrida que pretendía cambiarla por un trapo rojo”.
Es decir, volvió a repetir la terminología de los años nefastos. El “trapo rojo”. Claro, porque para nuestros uniformados, siempre, la bandera roja del sindicalismo fue la que usaron nuestros primeros obreros que salieron a la calle para luchar por las ocho horas de trabajo, fue signo de la antipatria. Ya empleó el término el general Julio Argentino Roca, aquel de la cruel ley de residencia, la 4144, que separaba para siempre a los obreros combatientes de sus familias, expulsándolos a Europa. Y lo fue su policía al arremeter a balazo limpio contra las manifestaciones de los 1º de Mayo, ocasionando así el primer mártir porteño de las ocho horas de trabajo: el joven marinero Juan Ocampo, de apenas 18 años de edad. Pero los obreros no cejaron y siempre bajo la bandera roja del sindicalismo volvieron una y otra vez a ocupar las calles por el derecho de no vivir para ser explotados sino de trabajar para vivir con dignidad. Y será un coronel del Ejército, el zafio Ramón Falcón, el que seguirá metiéndoles balas a nuestros obreros, que siempre dieron el rostro. El coronel escondido en su automóvil. Y será el Ejército el que hará la represión final de los metalúrgicos de Vasena, en la Semana Trágica, dejando las calles de Buenos Aires manchadas para siempre de pura sangre trabajadora. Y sería el Ejército el que fusile impunemente a nuestros gauchos de la Patagonia, los peones rurales del ’21. Un Ejército que en las represiones defendió siempre a los explotadores, en este caso a los estancieros ingleses. Y luego al gigante británico “La Forestal”, metiéndoles bala a los sacrificados hacheros, los máximos explotados de nuestra historia. El teniente coronel Roberto Augusto Vega, un nombre para no olvidar, nos habla él, ahora otra vez, tan luego, del trapo rojo. Cuando para todos sus crímenes, ese Ejército al cual él pertenece se escondió en la bandera azul y blanca. Prefiero a los obreros mártires de los 1º de Mayo con su trapo rojo y no a los uniformados pintados de azul y blanco que cubrieron las calles porteñas de cuerpos de obreros que desafiaron a los fusiles asesinos para llevarles un poco más de pan a sus humildes hogares.
El trapo rojo. Jamás en mis años en el exterior oí hablar así de la que fue bandera de los primeros movimientos obreros. Sólo se usa aquí, pero siempre en boca de gobiernos de origen militar o en señorones como los que formaron la Liga Patriótica Argentina, fundada entre otros por el perito Moreno, hombre de fronteras y racismos.
Al que ensució la bandera obrera con su boca gritona de órdenes y obediencias, el teniente coronel Roberto Augusto Vega, le dieron un apercibimiento o varios días de arresto. No se aclaró. Es lo mismo. Es decir que vamos a seguir teniéndolo en el nido de serpientes. Un uniformado agregó, haciéndose el simpático: “Le dieron un coscorrón”. Cuando en ese idioma en el cual se expresó dirigiéndose a los soldados y a los alumnos secundarios empleó ya el idioma de la ignominia. Fue para demostrar que ellos están presentes siempre. Los Bussi, los Patti, los Rico, los que deben tener en sus escritorios el retrato de la ya momia Suárez Mason. Y nosotros le damos apenas un coscorrón, entre risitas disimuladas de una picaresca torturada.
Pero no sólo el teniente coronel Vega trata de mantener un lenguaje y una consigna. En las publicaciones militares se siguen las mismas normas de siempre. Por ejemplo, en el libro El Ejército en el Sur del país. Acción y presencia del V Cuerpo de Ejército Tte. Gral. Julio Argentino Roca, editado por dicho comando, no se realiza ninguna autocrítica sobre la denominada Campaña del Desierto. Todo estuvo bien. La matanza, el desalojo de los pueblos originarios, la conquista de las tierras. No se sugiere que hubiera sido posible otra política. No, se dice en forma contundente: “Se cumplió el objetivo de fijar como límite sur de la frontera los ríos Negro y Neuquén. Se ganaron para la civilización 15 mil leguas cuadradas. Se eliminaron totalmente los restos de las tribus hostiles”. Creemos que ha llegado el momento de una discusión más amplia de lo que se sostuvo durante la última dictadura. Creemos que algo debe haberse aprendido. Pero como libro de lectura oficial se sigue leyendo en los institutos militares la Epopeya del desierto en el sur argentino, cuyos autores son casi todos personajes colaboradores de dictaduras militares. Basta con leer el prólogo para darse cuenta: “Rendimos fervoroso homenaje de admiración y gratitud no sólo a quienes participaron en la Campaña del Desierto sino a todos los que en diferentes épocas y en todos los ámbitos del territorio nacional lucharon y se sacrificaron para incorporar a la civilización la vastedad de ese bravío escenario de sus hazañas”. Ni una palabra sobre la esclavitud, tortura y muerte que sufrieron los pueblos originarios. La realidad es que el 38 por ciento de los indios y de las “chinas y chinitos” –como dicen los comunicados– pasó a poder privado de militares; el 18 por ciento, a estancieros, y el 14 por ciento a políticos. Roca –existe la carta– pide a uno de sus generales que le mande “una chinita”.
El viajero francés Emile Daireaux, en Vida y costumbres en el Plata, describe el reparto de indios prisioneros así: “Pobres indias viejas con sus cabellos grises y lacios a los que seguro nadie habría de querer; mujeres jóvenes que daban de mamar o agrupaban en torno suyo a sus hijos y a numerosos muchachos y muchachas extraviados y separados violentamente de sus madres, a las que habían perdido en las revueltas y trastornos del desierto, y en el desorden de los embarques, en los cuales se empujaba a todas aquellas pobres gentes, como si fueran bestias, contando las cabezas, sin mirar los rostros ni atender a las lágrimas y lamentos”.
Todo bajo la bandera azul y blanca, no bajo el “trapo rojo”. Un siglo después, la desaparición de personas. Para llegar a saber qué es una democracia, donde lo indiscutible debe ser el respeto a la vida humana, nuestros militares tienen que aprender desde el principio. Nuestra democracia no ganará nada si sus oficiales siguen tomando como gran meta pisotear el trapo rojo.

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