› Por Jack Fuchs*
Las explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial; si se quiere, la bomba atómica fue el último capítulo militar del drama de la guerra. Occidente, sin embargo, prefiere situar este telón final en mayo, sobre un escenario europeo y con un procedimiento militar más convencional, la forzosa rendición de una ciudad: Berlín.
No todos los muertos tienen el mismo valor. La matanza de miles de personas en pocos minutos tuvo un impacto más profundo, más espectacular, que un número mayor de víctimas producido a lo largo de meses y por métodos tradicionales. El público moderno admira la novedad técnica en una doble vertiente: progreso y horror. Hiroshima produjo, en este sentido, un poderoso estremecimiento de espanto. Todavía se sigue discutiendo si fue necesario o no arrojar la bomba; lo mismo ocurre, sobre todo más recientemente, con el bombardeo de Dresden en febrero del ’45, donde murió casi la misma cantidad de personas que en Hiroshima.
En Varsovia en 1944, en vísperas de la caída del nazismo, hubo una fallida insurrección que le costó la vida a la mayoría de sus habitantes además de la destrucción de toda la ciudad. El fracaso fue estrepitoso, pero una serie de maniobras, compromisos y responsabilidades políticas del frente aliado por un lado y de las fuerzas soviéticas por otro dejó en el olvido este episodio sangriento, los medios y los especialistas no le dieron jamás ninguna relevancia histórica.
Cuando los japoneses invadieron Nanking en 1938, en muy pocos meses produjeron una aterradora masacre, de una crueldad apabullante, tanta que hasta el cónsul nazi, él mismo impresionado, se vio en la obligación de informar a Berlín acerca del horror de lo que sucedía. El mundo no se inmutó por esto. Ni por las muertes innecesarias de Varsovia, aunque los muertos fueran más que en Hiroshima y Nagasaki juntos. El sentimiento de un máximo horror parece adjudicarse entonces a los nuevos procedimientos técnico-científicos: los campos de concentración nazis, organizados como fábricas eficientes de muerte y las bombas atómicas que matan en minutos. El horror implicado en estos otros acontecimientos, como pertenecen al imaginario habitual de la guerra, se relativizan.
Como sobreviviente del gueto de Lodz, de Auschwitz y de Dachau, si hubiera tenido la posibilidad de elegir (digo esto sin ignorar cuáles son los límites de una elección y la imposibilidad de una decisión libre acerca del modo de tramar una vida en circunstancias dramáticas) hubiera preferido estar en Hiroshima, tener una muerte rápida, no someterme durante años al sufrimiento propio, el dolor del hambre y la muerte de mis amigos y mi familia. Pero esto es sólo una especulación. La víctima no elige cómo morir. Cuando estalló Hiroshima yo estaba en un hospital de Baviera, en Gauting, recuperándome. Me acuerdo que pensé: quizá con esta bomba vamos a vivir juntos o vamos a morir juntos.
El siglo veinte con sus casi doscientos millones de muertos fue una continua pesadilla de masacres, como la sinfonía deforme, monstruosa, de una orquesta descomunal; se comienza con tonos suaves, los instrumentos, violines, violoncellos, timbales, etc., se gira después hacia un movimiento de intensificación del que se desconocen sus límites, se remata con la intervención del coro, todas las trompetas juntas, en una estridencia que viene no se sabe de qué cielo, y después el silencio. La oscuridad. Se empieza por Guernica y se termina en Hiroshima. La escala crece, ¿y hasta dónde se exceden sus notas más altas, más brutales, cuál es el silencio al que aspiran? Esa música estuvo siempre entre los hombres, la guerra, pero el siglo veinte grabó, amplificó y generalizó sus efectos por medio de la técnica como nunca antes había ocurrido. El genocidio armenio, de 1915 a 1923, fue el preludio del horror que sedesató. Occidente, la mayor parte de los países europeos, tenían relaciones comerciales, políticas y diplomáticas con Armenia, pero la masacre pasó inadvertida. El mundo entero no le prestó atención. Desde el ’45, la bomba nuclear, que produjo un rechazo unánime, no volvió a usarse, ninguna ciudad volvió a sufrir sus efectos devastadores; quizá, aun a riesgo de presentar un argumento ingenuo, si el genocidio brutal de los armenios hubiera impactado del mismo modo que Hiroshima, el crimen de masas, la liquidación de judíos, por el hecho de ser judíos, hubiera tenido alguna mayor resistencia. El siglo en el que entramos, por lo que se ve, con todas las diferencias históricas que quieran ponerse, está también orientado por la misma fuerza destructiva. ¿Por qué los hombres buscan razones lógicas en la irracionalidad, por qué se encuentran razones para matar o dejarse matar, por qué no admitir que se mata por matar, y que ese impulso se acomoda, según la época, a las técnicas disponibles, o aun, que la técnica disponible está siempre dispuesta a matar?
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