Vie 05.08.2005

CONTRATAPA

Modelos de calle

Por Elvira Lindo *

Las aceras de una gran ciudad. El mejor escenario para empaparse de las tendencias del vestir actual. Lejos de los ateliers, de las maniquíes esqueléticas y de la jerga del mundillo, una enorme pasarela se despliega ante los ojos de quien quiera mirarla.
Sentada en un taburete de una cafetería del Soho, comiéndome un sandwich dietético de pavo, pienso en que dentro de un momento voy a ir a comprarme uno de los best sellers de la temporada: Las mujeres francesas no engordan. Las americanas lo compran intentando descubrir cuál es el secreto para disfrutar comiendo y poder lucir un tipo atractivo. Aunque lo que yo veo desde mi ventana parece desmentir la idea tópica que se tiene de la mujer americana, las que pasan delante de mis ojos son mujeres delgadas, gráciles y atractivas; claro que no estoy sentada en cualquier sitio, estoy en uno de los barrios más snob de América. De cualquier manera, casi puedo jurar que la mayoría sufre: sufre y no come bien, o come y vomita, o come y se machaca en el gimnasio, o come esto que yo como, un pavo soso con lechuga sosa con tomate soso, o no come y está histérica; lo que está claro es que la comida que comieron desde pequeñas no ayuda a tener un cuerpo saludable, sólo sirve para conceder una felicidad inmediata que se convierte al instante en remordimiento. Pero dejando a un lado la histeria que la mujer moderna ha de soportar para estar presentable, esta ventana del Soho es para mí como un asiento privilegiado en un desfile de moda.
Nada comparado con ver andar a una mujer hermosa por la calle, distraída, ajena a que se la está observando. Esa mujer hermosa anda con naturalidad, esa mujer hermosa lleva de una manera peculiar el sombrero que ha elegido para luchar contra el frío polar, esa mujer hermosa agarra el cuello de su abrigo en un gesto femenino que se convierte inmediatamente en una expresión de sensualidad. ¿Ven los diseñadores de moda esto que yo veo?, ¿se sientan en los taburetes de las cafeterías para admirar a las mujeres anónimas, a esas que hacen el paseíllo delante de tus ojos sin cobrar miles de dólares por ello?, ¿saben los diseñadores lo que es el atractivo fresco y natural de la gente corriente, esa gente que decide cada mañana el disfraz con el que va a salir a la calle y con el que se presentará a una entrevista de trabajo, o se pondrá al otro lado del mostrador en una tienda, o irá a la universidad?
No, los diseñadores, en muchos casos, parecen estar en otro mundo; los diseñadores, ya en su convencimiento de que son artistas, dejan de mirar la vida real, para dedicarse sólo a la contemplación de sus propias colecciones; los diseñadores han creído, o les hemos hecho creer, que son ellos los que deciden, y no nosotros, creen que somos peleles que, más tarde o más temprano, llevaremos lo que ellos manden. ¿Es verdad eso? A medias.
Desde mi taburete pienso que en esta ciudad, que es como la ciudad de todas las ciudades, la moda tiene que ser compatible con la vida práctica, con jornadas laborales interminables en las que no te va a dar tiempo a volver a casa para cambiarte si por la tarde tienes un compromiso. Creo que se puede afirmar que el buen diseñador es el que tiene olfato para hacer compatibles las necesidades vitales de sus contemporáneos con una cierta estética. Armani, que ha sido durante años el rey absoluto de la moda en el mundo, inventó el negro, el color que nuestras abuelas odiaban por sus evidentes connotaciones funerarias. El negro estiliza la figura, disimula las manchas del día laboral, es práctico de día y elegante de noche, la mujer se siente segura y la rotundidad del color se puede aplacar con el rojo de los labios o con los complementos. Pero lo cierto es que llegó un momento en que todos los gatos eran pardos, todos íbamos del mismo color y uno se sentía raro cuando entraba en un restaurante con una camisa floreada porque desde el camarero hasta el cliente todos vestían luto riguroso. Algunos diseñadores percibieron ese cansancio sociológico y empezaron a devolver a la ropa el universo cromático.
Los colores han vuelto a la calle. Ha sido una imposición de los más jóvenes, de esa legión de indies veinteañeros que conjuntan con una gracia innata e irreverente todo tipo de naranjas y de verdes, que se tiñen el pelo de colores imposibles, que llevan gafas de concha y han hecho compatibles la comodidad y la alegría. Como siempre, hay una marca italiana que captó esa necesidad de color. Fue Miuccia Prada, esa mujer de discurso casi filosófico que tuvo el talento de percibir que en el ambiente se olía un deseo hacia lo delicado. Prada es, sin duda, la reina ahora de la mujer de treinta y cuarenta años que quiera ser elegante, sensual y femenina. Ha vuelto la feminidad estética de los años cincuenta. Pero no hace falta gastarse un dineral en la tienda de Prada, basta con irse a una tienda de segunda mano, un vintage, y hacerse con una falda de aquella época y mezclarla con una camiseta de mercadillo. Realmente, creo que quien más se gasta en las carísimas tiendas del Soho o de Madison Avenue son las europeas y las ricachonas latinoamericanas; a las neoyorquinas no les llega el sueldo para tanto. Antes apelé al adjetivo “femenino”, pero ese concepto ha cambiado.
Femenino no define ahora a la mujer que se queda en casa esperando al marido con una copa en la mano, ya no es ese tipo de mujer que tan magistralmente ha interpretado Julianne Moore en Lejos del paraíso o Las horas; ahora se trata de estar fuera de casa y pasear ese encanto por la calle.
Para mí parece claro que el diseñador de ropa es el creador que sabe captar el estado de ánimo de una época, que conecta con los tiempos, que está en consonancia con los deseos aún inexpresados de la gente. Cada cambio sustancial que ha dado la moda y que ha conseguido calar en el universo humano era la consecuencia de un cambio social. Por eso, estoy convencida de que, si los diseñadores abandonaran de vez en cuando sus pasarelas, sus modelos esqueléticas, sus talleres, sus discursos infectados de palabras de una jerga snob y se sentaran en este taburete, verían que la mujer atractiva no sólo tiene huesos, también tiene carne, exuberancia, vida, vulnerabilidad, defectos encantadores, deseos, necesidad de sentirse atractiva. No siempre ellos lo consiguen con su ropa. ¿Son admiradores de las mujeres los diseñadores, adoran su universo? Porque sería lo primero que deberíamos exigirles. Yo estoy aquí y las miro, las veo vivas y naturales. Nunca disfruté de esta manera asistiendo a un desfile. No me gusta esa tendencia actual que hace que las modelos anden como si fueran yeguas, levantando mucho los pies del suelo; no encuentro sensualidad en la extrema delgadez, ni en esos movimientos un tanto robóticos. Hay algo que ha de cambiar. Las mujeres más hermosas están en la calle.
Ahora acaba de pasar una mulata con ese pelo afro tan sofisticado que vuelve a llevarse. Gafas enormes. Abrigo de piel sintética en verde. Botas altas. Desfila ante mis ojos revisitando los años setenta. Y si no fuera por mi empecinada heterosexualidad, saldría corriendo detrás de ella, siguiendo el rastro de su perfume, la espiaría, porque me muero por saber algo más de su vida.

* Creadora de Manolito Gafotas. Ganadora del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral 2005 con el libro Una palabra tuya. De El País. Especial para Página/12.

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