CONTRATAPA
El paquete del pasado
› Por Sandra Russo
En los últimos años, la palabra transversal atravesó atravesada diversos esbozos de proyectos que terminaron abortados. Siempre que se usó esa palabra fue para dar cuenta de intentos de amalgamar a bienpensantes que, uno por aquí, otro por allá, tenían cosas importantes en común. La transversalidad, tal como en general fue entendida, surgía de la constancia de que los dos partidos que históricamente se alternaban en el poder, el peronismo y el radicalismo, zanjaban sus diferencias ideológicas y de clase con una concepción de la política siamesa: el pacto de Olivos los mostró unidos por el estómago. Fueron el peronismo y el radicalismo los responsables, como partidos, de hacer nítida la idea de que, con unos o con otros en la Rosada, el poder político era un simple testaferro de los verdaderos intereses en juego. La democracia, así, terminó siendo aceptada como el mejor de los sistemas conocidos, pero también como un juego perverso de simulacros cada vez más dañinos. Un “como que” la gente vota a alguien para que la represente, a conciencia de que no lo hará.
Al principio de la democracia, ante cada elección, se hablaba de “plataformas” partidarias. Después, de “propuestas”. Después, de “ideas”. Ahora, de “equipos”. Nada de eso tiene ningún sentido si la percepción y la experiencia popular dan cuenta de que en el fondo se trata de una simulación.
Sin embargo, esta campaña en curso, por lo que tiene de aparentemente vacua, deja entrever otro tipo de transversalidad que se puso en marcha hace unas décadas y tuvo el mefistofélico destino de pasar inadvertida. Las campañas electorales son raras en todas partes y en cualquier época, pero para nosotros, que durante pilas de años nos enterábamos de quién era el próximo presidente a través de un comunicado, lo son todavía más. Quiero decir: en cada campaña que tenemos por delante se pone un poco más de manifiesto cierto carácter ficcional de la cuestión. Son épocas de licencias extraordinarias, de puestas en escena y rituales multitudinarios fingidos, en los que mucha gente hace como que toma por gesto lo que es pantomima, y por discusión lo que es retórica. La gente común no tiene acceso al intestino de las campañas electorales, de modo que hay que arreglarse con lo que se dice y con lo que se escucha, aunque todo el mundo sabe perfectamente que no se dice ni se escucha buena parte de la verdad.
Más todavía después del estallido de 2001, cuando al reclamo de que se fueran todos le siguió la escena paulatina de todos reacomodándose. El único que de verdad se había ido –un poco a Chile, otro poco a La Rioja – también se reacomoda, y aunque se guarda de esparcir mucho su nombre porque sabe que espanta, tiene sus bastoneros peripatéticos. La candidatura de Moria Casán, esta vez, es el toque pintoresco que, a falta de un contrato que la devuelva al candelero, la mantiene vigente diciendo disparates a los que adhieren otros bastoneros menemistas que siempre que los dejan reivindican “la gran amistad con el doctor”, lo cual en castellano significa haber tenido durante los noventa un cuarto de hora memorable y rentable. Casán acuña frases del estilo: “Kirchner revuelve tumbas, es un cartonero del pasado”, que pronuncia levantando la pechera. Y a falta de periodismo político en televisión, ella o Sofovich son llamados a hacer comentarios de actualidad cuyo nivel, más que de planta baja, son de sótano.
Chiche Duhalde se presenta sin empacho como parte de “la nueva política”, dado que hasta los noventa fue señora de su casa. Instalada en una baldosa trajinada, nacional, popular y temible, la esposa de quien se cansó de repetir su inclinación a los cuarteles de invierno posa y arenga en pos de una nueva primavera peronista, la de las manzaneras, los choripanes, los gordos calzados y la amenaza velada de que se avalará la gobernabilidad entanto y en cuanto las listas se hagan como el falso retirado indique y nadie le haga pis en el pasto.
Pero tanto Casán en sus arrebatos casi risibles, como Chiche desde su innegable inteligencia y también la pareja trajeada Macri-López Murphy, acuerdan en algo que no es poco, sin embargo, y que se ha convertido en el verdadero dique separador de aguas de esta campaña, y no está vacío, ni es poco importante, ni es retórico: en ese eje confluyen los antiguos y pasmosos transversales: se dejan oír cuando tanto los bastoneros menemistas, como la candidata duhaldista como los representantes de la derecha levantan la bandera que reza “basta con el pasado”.
Chiche declama dolor por los ciento ochenta desaparecidos de Lomas de Zamora, en su mayoría peronistas. Pero opina que “la historia y la justicia” deberían ser los encargados del paquete, nadie más. Es curioso que la irritabilidad con la memoria de los horrores del pasado no provenga en absoluto de una temperatura ambiente ni de la calle. La calle, los ciudadanos comunes y corrientes no parecen irritados con la memoria del pasado sino más bien todo lo contrario. La urticaria esta vez eriza una piel evidentemente ideológica y dirigente: las vertientes peronistas de derecha, los liberales y los conservadores convergen en esa urgencia por desmantelar la visión crítica del terrorismo de Estado, y eso no es casualidad ni azar: como lo demostraron los noventa, los setenta se explican solamente a través de una verdadera y monstruosa transversalidad de facto que se consolidó para ver emerger un modelo económico de exclusión, corrupción y crimen.
Los que abominan de rever el pasado provienen de aquella transversalidad que supo hacer su costura pasando la aguja por todos los puntos débiles de la trama social y deshicieron el país. Fueron magos que hicieron bien sus trucos. Corren el riesgo de que la paloma se les quede atascada en la manga.