Lun 03.10.2005

CONTRATAPA

Somos leyenda

› Por Juan Sasturain

Hay un dato para pensar. El viaje a la Luna, versión Luciano de Samosata, Cyrano o Flammarion fue durante siglos ejemplo de leyenda literalmente desorbitada. Hoy, que la Luna pisada por Armstrong es historia, la leyenda vuelve invertida: en realidad no hubo tal alunizaje, fue un montaje de la NASA. La leyenda no se somete (no debe ser sometida) al criterio de verdad. Funciona en otro registro, sirve para otra cosa.
El incali/inclasificable Richard Matheson, proveedor de efectivas historias para Hitchcock y otros amantes de lo sorpresivo, escribió a mediados de los cincuenta –entre muchas cosas sin duda menores– dos originalísimas novelas: The shrinking man (“El (increíble) hombre menguante”) que motivó una memorable película de Jack Arnold, clásico de la ciencia ficción clase B; y I am legend (“Soy leyenda”, en la rápida versión castellana de Minotauro), una vuelta de tuerca sobre el tema de la licantropía en su variante más paranoica. El narrador escribe para dejar testimonio de lo que ha descubierto: todos son vampiros menos él. En ese mundo al revés, los vampiros son lo normal y razonable: él es leyenda.
En el uso diario, alguien es o se convierte en una leyenda cuando los relatos que lo aluden –sobre todo en el universo polimorfo de la anécdota– incluyen y mezclan los datos puntuales con lo inverificable. La condición legendaria de Tita Merello, Corbatta, Macedonio Fernández o Mate Cocido es más que un plus o aureola, es a veces un doble: una imagen construida con elementos inverificables que no se suman a la biografía sino que suelen competir con ella en otro orden, el de la tradición oral.
Sin embargo, las leyendas en sentido estricto son etimológicamente “legenda”, es decir: “cosas que deben ser leídas”, del mismo modo que las Amandas, amadas, y los educandos –con suerte– educados. Son antigüedades que vienen del latín, pero el matiz de obligación o consejo que está en el sufijo se ha perdido. Por eso, valga la pregunta para aquellos tiempos: ¿por qué debería ser leída una leyenda? O mejor: ¿por qué un relato en principio oral merecería ser fijado por la escritura para luego ser leído, es decir, a convertirse en “cosa leyenda”?
La respuesta probablemente acertada, y más pobre, es que estos relatos míticos –aztecas, griegos, chinos o anglosajones– sirven porque refieren hechos y personajes que se confunden con el nacimiento mismo de la comunidad y de la lengua que los conservó durante siglos por tradición oral; esas leyendas son o han sido funcionales porque explican el origen, fundan los tabúes, refuerzan una identidad necesaria.
Lo legendario es prehistórico en el sentido de no documentado o parcialmente documentado, pero la Leyenda ha sido La Historia antes: el Diluvio, Hércules, la Lluvia de Fuego, Simbad o el rey Arturo y Camelot fueron reales para su oyente o lector antes de ser lo que son. Es decir: hubo hechos y luego sucesivas versiones de esos hechos manoseados por el traslado oral en tiempo y espacio que cristalizaron en una leyenda, decantada con prestigio de autoridad. Una vez fijado el relato, la cultura lo lee y relee ya sin modificarlo en su contenido pero sí resignificándolo: así, en algún momento leyenda ya no es “lo que debe ser leído” en el sentido de explicación del origen sino cuento mitológico o fantástico. La leyenda ha pasado a ser lo inverificable.
Curiosamente, las leyendas proliferan hoy como en los tiempos literalmente legendarios, con la diferencia que ahora no se generan antes de la Historia sino después, por añadidura, son su resultado, su necesario complemento: parece ser que no se puede vivir (bien) sin ellas. El consecuente Dolina institucionalizó la oposición entre Hombres Sensibles e irrecuperables Refutadores de Leyendas y dicen que John Ford dijo alguna vez, como quien formula un programa: “En Hollywood, cuando debemos optar entre la Historia y la leyenda... nos quedamos con la leyenda”. El inventor del Barrio de Flores estaba hablando de los derechos inalienables de la imaginación para vivir; el director de todas las películas de cowboys con cara de John Wayne, de la opción estética por la fecundidad del mito. Defensas ideológicas contra la prepotencia de la racionalidad aplanadora que dan cuenta de una situación de legendaria necesidad.
En lo cotidiano, no es casual que la comunicación oral, por ser la primera y más espontánea, es insustituible como vehículo de la leyenda. Privada y sin filtros, es el lugar donde se manifiestan las zonas menos controladas y más espontáneas de lo humano, un continuum sin origen identificable ni fin previsto: los mensajes circulan tras partir de una fuente indeterminada hacia el infinito, dos fértiles nebulosas. La novedad respecto de los maravillosos relatos que construyeron la base de las culturas es que hoy, las viejas y nuevas leyendas urbanas se vuelven macroplanetarias vía internet, el lugar más parecido –en cierta manera– a la antigua comunicación oral.
Miles y miles de contribuciones alimentan sitios de recepción de leyendas urbanas vía e-mail y multiplican las posibilidades narrativas, uniendo en un coro jamás registrado, voces de muy diferentes lugares. Así, junto a relatos rigurosamente datados en opuestas latitudes, será posible encontrar variantes de anécdotas puntuales y personalizadas: acaso versiones brasileñas de lo que dicen le pasó a María Amuchástegui en televisión; una idea similar a la criolla –acuñada en Venezuela– sobre los efectos afrodisíacos de ciertas gaseosas mezcladas con aspirinas o una variante italiana de la anécdota atribuida a José María Muñoz hablando con un futbolista: “¿Cómo ha corrido, Fulano? ¿Cuántos pulmones tiene?” “Uno, Muñoz, como todo el mundo” habría dicho el elogiado, modestamente.
Y si no es cierto, merecería serlo. Claro que sí.

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