Vie 14.10.2005

CONTRATAPA

Un hombre sin país

Por Rodrigo Fresán

UNO
Los últimos días –como ya es costumbre– han venido bastante apocalípticos: tifones y aludes de lodo y piedras en Centroamérica, terremoto en Cachemira, indicios y/o sospechas de que las primeras plumas de la gripe aviar han llegado a Rumania (y por ende a Europa) y que se está cociendo el caldo de una nueva pandemia, caída libre desde las alturas de un satélite cuya misión era investigar las fluctuaciones del cambio climático, cuarenta muertos por bombas kamikazes en Irak, y un incendio en los estudios Aardman de Bristol donde el animador Nick Park almacenaba cientos de modelos de plastilina de sus personajes Wallace y Gromit. Las primeras catástrofes son, claro, del tipo “natural”. Lo del satélite será adjudicado a un error humano que nunca llegará a comprenderse. Lo de volar en pedazos por los cielos de Irak ya es algo tan rutinario y puntual como la salida y la puesta del sol. Y la incineración en masa de Wallace y Gromit pudo haber sido producto de un cortocircuito o de un atentado perpetrado por la facción más fundamentalista de los Muppets. Da igual. Pero lo cierto es que –y tal vez sea una impresión mía, tal vez uno está más sensible a medida que pasan los años, tal vez siempre fue así– la lectura de los diarios y la contemplación en trance de los noticieros ya no es lo que era. De un tiempo a esta parte –quizá todo haya comenzado con la transmisión en vivo y en directo a todo el mundo de aquellos aviones estrellándose contra esas torres– el panorama parece más agitado, tembloroso, inundado, en llamas, roto, enfermo y cayendo.

DOS
Pensaba en todo esto mientras leía A Man Without a Country: nuevo y, por advertencia de su autor, último libro del gran novelista y filósofo y humanista y cómico maestro del juicio final Kurt Vonnegut. Este escritor norteamericano de casi 83 años –más allá de que su salud sea muy buena y que su cabeza continúe coronada por una frondosa cabellera con forma de hongo atómico– ha decidido que es hora de despedirse y de dejar bien claro cuál es su mensaje al planeta. En realidad Vonnegut –que en su vida sobrevivió al bombardeo a Dresde y que en su obra destruyó varias veces a nuestro planeta porque “ésa es una de las obligaciones de todo escritor”– viene despidiéndose desde hace rato en libros que ya no son ni cuentos ni novelas sino puertas por las que él sale para hablarle a su lector y explicarle dos o tres cosas en voz o en letra alta para así comprenderlas mejor él. Digamos que Vonnegut no pontifica desde un púlpito a sus enceguecidos adoradores, sino que sonríe desde un costado prefiriendo señalar dos o tres cuestiones que le producen cierta inquietud y que, por supuesto, no espera corregir ni que vayan a cambiar. Así, los últimos títulos de Vonnegut son manuales de autoayuda sin voluntad de corregirle la existencia a nadie con estrategias poco fiables. Son manuales de autoayuda porque, en ellos, Vonnegut se ayuda a sí mismo. Y, de paso, a los que ha venido ayudando con sus ficciones a lo largo de todo este tiempo.

TRES
A Man Without a Country –autorretrato en la portada– tiene apenas 146 páginas con letra muy grande y sus muy breves capítulos están separados por láminas en las que Kurt Vonnegut apunta dictums o slogans varios. En uno de ellos se lee “No sé ustedes, pero yo practico una religión desorganizada. Pertenezco a un des/orden pagano. Adoramos a Nuestra Señora del Perpetuo Asombro”. Otra pregunta “¿Ustedes piensan que los árabes son tontos? Pero si nos han dado nuestros números. Intenten hacer una división larga con números romanos”. Y cerca del final: “Este es el fin de toda buena noticia sobre cualquier tema. Ocurre que el sistema inmunológico de nuestro planeta está intentando erradicar a los seres humanos. Y todo parece que va camino de conseguirlo”. Leer y ver con un ojo los diarios y noticieros y con el otro A Man Without a Country no deja de ser una experiencia tan interesante como nutritiva. De hecho, no estaría mal que la voz en off de Vonnegut leyendo su inmenso librito fuera la responsable no de justificar, pero sí la de narrar –desde su primerísima persona– los estropicios de este mundo cada vez más de tercera. Así, la voz grave y graciosa de Vonnegut flotaría por encima de tanta estupidez y crueldad. Vonnegut hablando sobre imágenes de subsaharianos dispuestos a lo que sea para saltar la valla que separa a Africa de Europa descubriendo, mientras pierden el equilibrio en tierra de nadie, que desde un lado les disparan mientras que en el otro los esperan para molerlos a patadas. Vonnegut enarcando una ceja mientras políticos discuten en España hasta el insomnio la pertinencia de incluir la palabra “nación” en el nuevo estatuto catalán. Vonnegut paseándose por los jardines de la Casa Blanca –muchas páginas de A Man Without a Country, las más feroces, están dedicadas a los actuales inquilinos– mientras en el salón oval un hombre cuadrado cae de rodillas y le pide a Dios un nuevo o.k. para invadir lo que sea, lo que vaya quedando.
A Man Without a Country cierra con un poema titulado Réquiem que dice así: El crucificado planeta Tierra, / Debería hallar una voz / Y un sentido de la ironía / Para poder asimilar / El modo en que la hemos maltratado / Podría decir algo como “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen” / La ironía es que sabíamos lo que estábamos haciendo / Cuando la última cosa viva / Haya muerto por nuestra culpa / Qué poético sería / Si la Tierra pudiera decir / Con una voz ascendiendo / Tal vez desde las profundidades del Gran Cañón / “Se acabó” / A la gente no le gustaba vivir aquí.

CUATRO
Hoy, Kurt Vonnegut es –por propia admisión y resignado orgullo– un hombre sin país. No suele figurar en ningún canon literario (por más que su influencia sea más que evidente en la última generación de escritores de EE.UU.; pensar en Coupland o Eggers o en Safran Foer), nadie apuesta por su número en la lotería del Nobel (aunque sería candidato y premio ideal) y sus últimos cinco libros no han sido traducidos al castellano. Así están las cosas; y en la contratapa de A Man Without a Country –en lugar del primer plano de autor– aparece una foto de Vonnegut de espaldas, en una playa, frente al mar, quizá preguntándose qué será mejor: ¿meterse uno o esperar a la próxima e inevitable ola gigante? La respuesta, claro, es “Hi Ho”.

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