CONTRATAPA
Elecciones
› Por Ernesto Tiffenberg
“Si yo decía lo que iba a hacer antes de las elecciones nadie me hubiese votado.” Cuando pronunció la frase por primera vez, una sonrisa le cruzó los labios. No era una sonrisa crispada, como la que usa Maradona cada vez que reconoce un pecado. No, era una sonrisa fugaz, tranquilizadora, la que usa el profesor para alentar a sus discípulos.
Algunos lo criticaron por el descaro, otros aplaudieron la sinceridad y los más se regocijaron por la audacia –después de todo, cualquiera lo sabe, un buen presidente tiene que ser “audaz”–, pero casi nadie se detuvo a discutir el contenido de lo dicho por Carlos Menem.
Casi nadie lo discutió entonces y casi nadie lo discutiría ahora. Semejante convicción se transformó en una de las herencias más profundas aunque menos profundizadas de los “felices ’90”. Subordinada a las todopoderosas leyes de la economía de mercado, la política se convirtió en el lubricante preparado para aceitar sus “daños colaterales”. Y las elecciones, ese momento en que no se puede prescindir de las grandes mayorías, en un periódico mal necesario destinado a legitimar el rumbo elegido. Un incómodo pero inevitable requisito del sistema donde se ponen en riesgo los avances logrados en los interregnos, cuando los reclamos e intereses de la gente común son bastante menos efectivos que las amenazas y seducciones del poder económico.
Dentro de este paradigma, se convirtió en lugar común (un lugar común absolutamente vigente) considerar que las políticas que se proclaman en campaña no tienen nada que ver con las que sobrevendrán una vez contados los votos. Y hoy –más allá de la debacle del menemismo seguida de la debacle de la Alianza y sobredeterminada por la debacle de la convertibilidad– la mayoría de los empresarios –con tono de perdonavidas–, la mayoría de los periodistas –con aire de astutos– y la mayoría de los políticos –con pretenciones de expertos– repiten la misma cantinela.
Esos empresarios, esos políticos y esos periodistas se congratulan de que haya terminado la campaña, de que por fin llegó “la hora de gobernar”. En otras palabras, que se acabaron las promesas y empiezan las realidades. Que los votos acumulados permiten imponer las medidas tan “necesarias” como antipopulares que se postergaron para conseguirlos.
Todos los triunfadores de la elección de ayer serán confrontados con este discurso. Nada, más allá de ese perverso sentido común, los obliga a aceptarlo.
Cuando la deserción de Menem empujó a Néstor Kirchner a surfear el todavía fresco “que se vayan todos” montado en un raquítico 22 por ciento de los votos, se puso por primera vez en duda la infabilidad de ese razonamiento. Nadie pudo comprobar si cumplía o no sus promesas de campaña porque nadie se había tomado el trabajo de oírlas. Después de todo, no había sido votado por ellas sino porque era el mejor calificado para bloquear el tercer protagónico del riojano. Así fue como el debutante eligió el camino de plebiscitarse casi a diario a través de las encuestas. De esa decisión surgieron la mayoría de las medidas que hasta hoy alimentaron su presidencia.
Hubo algunos que repudiaron el sentido de esas medidas –sobre todo las que dieron un vuelco a las políticas de impunidad alentadas desde el Estado y las que otorgaron un aire nuevo a la Corte Suprema– pero aceptaron el método de “reconstrucción del poder presidencial” como una transitoria necesidad impuesta por la disolución de 2001. Ya hace bastante que abandonaron tanta tolerancia y hoy son muchos los que plantearán que la elección de ayer torna semejante método en absolutamente innecesario.
Más allá de su apoyo o no al Gobierno, son los que piensan que el interés de la mayoría de las personas –incrementar sus ingresos directos o indirectos, reales o simbólicos, para mejorar su calidad de vida– está contrapuesto con el rumbo que debe adoptar el país para lograr “un crecimiento sostenible”, en la ya popular expresión acuñada por el FMI. Los que creen que sólo el interés de su empresa es sinónimo del interés nacional.
Además de señalar la caída en los índices de desempleo, pobreza e indigencia o el suave cambio de tendencia en las regresivas formas de distribución del ingreso, el oficialismo resaltó durante toda la campaña que avanzar con más fuerza por ese camino es el objetivo central de su gestión. Haría bien el Gobierno en reafirmarlo y los que lo respaldaron en recordarlo y exigirlo. También los opositores tendrán la oportunidad de transformar sus consignas en propuestas, un camino que mostró su fecundidad más de una vez, como en el caso de la anulación de las leyes de impunidad o en la generalización de los planes sociales.
Unos y otros, gobierno y oposición, pueden y deberían seguir con sus “campañas” (o sea interpelando a la sociedad más que a los grupos de poder), construyendo día a día el respaldo político y la participación popular que reemplace con un nuevo sistema de partidos las ruinas en que quedaron convertidos los tradicionales –peronistas, radicales y de izquierda– después de tantos años de desilusión democrática. Contrariamente a los viejos lugares comunes, quizás sea ésa la única forma de no sucumbir a la tentación de ver los problemas nacionales siempre desde el punto de mira de las minorías.
El triunfo de Mauricio Macri en la Capital puede llevar a la rápida conclusión de que también han salido fortalecidos los que no dudarían en repetir la frase de Menem. Conviene no apurarse. Menos del 40 por ciento de los porteños (si se suma lo obtenido por Macri con las otras opciones de la derecha) se inclinó por el regreso al pasado. Y por primera vez más del 60 se dividió entre las alternativas de izquierda o centroizquierda. No hace falta demasiada imaginación para intuir que a Macri todavía le falta un buen trecho para ganar un hipotético ballottage a la Jefatura de Gobierno.
Los argentinos ayer hicieron su elección. Ahora sólo falta que los elegidos se olviden definitivamente de la sombra de Menem. En otras palabras, de que quede clara la elección de los elegidos.