CONTRATAPA
Decir que no
› Por Leonardo Moledo
Para Rosa Parks, in memoriam.
Esto ya fue contado muchas veces, pero tiene un tono de heroicidad cotidiana que le da carácter permanente. La repetición, al fin y al cabo, es el privilegio de la inmortalidad y es por eso que se trata de una historia que merece ser repetida una y otra vez.
Todo empezó el jueves 1º de diciembre de 1955, en Montgomery, Alabama, Estados Unidos. Rosa Parks, una costurera negra, subió a un ómnibus de línea y se sentó en la quinta fila, la primera que los negros podían ocupar, junto a otros tres negros. Tres paradas después subieron algunos blancos, que ocuparon las cuatro filas de adelante, pero quedó uno parado. Cuando el conductor se dio cuenta de que había un blanco de pie, les dijo a los cuatro de la quinta fila que se movieran para el fondo y los otros tres se levantaron y se fueron, pero ella no. Cuando la vio todavía allí, le dijo que se levantara (los blancos y los negros no podían sentarse en la misma fila). Y ella dijo: “No”.
Entonces el conductor amenazó: “La voy a hacer arrestar”. Y detuvo el ómnibus.
Y ella contestó: “Hágalo”.
Y la arrestaron.
Era lo que los líderes de los derechos civiles estaban esperando. Esa misma noche organizaron un día de boicot a la compañía de ómnibus, que fue un éxito rotundo, y una asamblea decidió mantenerlo y formar un comité, al frente del cual pusieron a un joven pastor negro, un tal Martin Luther King.
Una semana más tarde, cuando la compañía vio que la cosa iba en serio, llamó a una reunión de conciliación; los dirigentes negros propusieron un plan de integración bastante moderado, pero la compañía no lo aceptó. El boicot siguió su curso.
En enero, la compañía hizo un intento de dividir a la comunidad negra y, como no le dio resultado, decidió pasar a la acción: el 30 de enero, se atacaron con bombas las casas de Martin Luther King y otros dirigentes como Jo Ann Robinson. El 21 de febrero, 89 negros fueron procesados sobre la base de una ley vieja que prohibía los boicots y se impusieron multas.
Lo que pasaba, en realidad, es que el boicot a la compañía de ómnibus empezaba a alterar toda la vida de la localidad. No solamente la compañía se perjudicaba, sino también los comerciantes del centro que sentían disminuir sus ventas, ya que la población negra se movilizaba mucho menos. Los comerciantes trataron de negociar con los líderes negros para que levantaran el boicot, pero no consiguieron nada.
Los líderes negros, por su parte, llevaron la cuestión ante los estrados judiciales federales. Pero ya no pedían una disminución de la segregación, como habían hecho durante las primeras rondas de negociación con la compañía, sino su abolición lisa y llana y tuvieron éxito, ya que la Corte Federal falló a favor de los negros.
Aunque parezca increíble, la ciudad apeló. Y así fue como, el 13 de noviembre de 1956, la Suprema Corte de Estados Unidos declaró inconstitucional la segregación en los ómnibus. El boicot había terminado con una victoria resonante y el 21 de diciembre, cuando el mandato de la Suprema Corte fue comunicado a Montgomery, volvieron a los ómnibus. Había durado un año y veinte días.
El año siguiente Parks se mudó a Michigan, donde desde 1965 trabajó para el legislador demócrata John Conyers, quien la calificó como “madre del movimiento de derechos cívicos”. En 1996, el entonces presidente estadounidense Bill Clinton le entregó la Medalla de la Libertad. El lunes pasado, Rosa Parks murió a los 92 años.
Y como la repetición es la única garantía de inmortalidad, esta historia deberá contarse una y otra vez, y Rosa Parks, una y otra vez seguirá negándose a moverse de su asiento, con la firmeza y el cansancio, el infinito cansancio de quienes son capaces de decir “no” ante la injusticia.