Sáb 12.11.2005

CONTRATAPA

Dónde

› Por Sandra Russo

“¿Dónde?” es una pregunta de época. Una pregunta en movimiento, formulada por una voz vacilante, soplada por una voz en tránsito. En un mundo que avanza en dos sentidos opuestos y complementarios –fabricando progreso y bienestar, y fabricando al mismo tiempo desechos humanos que no tienen lugar en ese mundo–, esa pregunta rebota en el silencio o arde en las calles. Fue tan negligente el diseño del mundo en las últimas décadas, que los territorios destinados a la localización de los desechos humanos se volvieron inhóspitos, tan crueles, que esos sobrantes migran. Uno de los más graves problemas de la modernidad es el agotamiento de los depósitos de desechos humanos. “¿Dónde?”, se preguntan los desesperados que escapan de guerras y hambrunas, y que erizan a los habitantes de los países centrales, que los ven llegar e instalarse, y los ven reproducirse y hablar su lengua pero también la que adquieren, y portar la carta de ciudadanía y hasta reclamar por sus derechos. El bozal del discurso moderno estuvo reteniendo las soluciones que ahora empiezan a escucharse en el seno de las sociedades autodenominadas democráticas y hasta exportadoras de antiguos ideales: expulsión, guetización, reformulación de las leyes de hospitalidad, blanqueo emocional colectivo; a los desechos hay que tratarlos como tales, y si no hay lugar en los basureros globales, habrá que crear nuevos basureros o impedir, por regla escrita, que los desesperados escapen de la guerra y la hambruna. Que mueran en la guerra o de hambre. De los desechos hay que hacer muertos.

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“Si piensan que encerrándonos más van a reestablecer el orden, no entienden nada. Lo peor es que cuando veíamos al primer ministro en televisión, teníamos la impresión de que hablaba de nosotros como si fuéramos extraterrestres. ¿Sabes qué? Para esa gente, nosotros no somos franceses. Seguimos siendo árabes”, le dijo esta semana Djamel, de 17 años, a Eduardo Febbro, corresponsal de este diario en Francia. Djamel vive en uno de los suburbios parisinos en los que en los últimos días fueron incendiados miles de autos.
Claro que sí, Djamel. Claro que son extraterrestres. Estás fuera de la tierra. De la que te pertenece por linaje y de la que eligieron tus padres o abuelos para sacar la cabeza del lodo, y respirar. Ustedes no tienen tierra, Djamel. Se ha decidido que ustedes sean extraterrestres. ¿No te lo avisaron? ¿Cómo que son franceses? ¿Creen que pueden ser franceses por el solo hecho de haber nacido en Francia? Pobre Djamel. No, no te avisaron. Vayan donde vayan (“¿Dónde?”), ustedes siempre serán los árabes que no tienen tierra. Los han conferido a una nueva especie animal, imposible de asimilar. La savia francesa se transmite por sangre, no por haber nacido en Francia. Tu especie no tiene lugar, Djamel.

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Queman autos. Automóviles. Móviles que se mueven a sí mismos. ¿Por qué que esos muchachos queman autos? ¿Será acaso por que ellos se están mirando en un espejo terrible, será un happening monstruoso lo que está pasando en Francia? ¿Será una instalación posmoderna en la que los sin tierra y sin lugar, los que han sido condenados a automoverse por el mundo y a despertar el rechazo más descarado, incendian autos? En Aulney-sous-Bois, uno de los suburbios más agitados, un hombre va señalando a un periodista los destrozos. El barrio está arrasado. Se detiene en una casa. En la puerta hay un auto quemado. “¿Sabe quién lo quemó? Sus propios hijos”, lamenta, agarrándose la cabeza como quien no puede concebir lo que dice. La violencia que estalló en Francia escapa de los parámetros conocidos, es loca. El hombre de Aulney-sous-Bois entendería, parece decir su gesto, que los muchachos hubieran quemado otros autos. ¿Pero cómo explicar que hayan atentado contra el de sus propios padres? Tal vez, ésta sea una revuelta en contra de los automóviles en general, o tal vez, los automóviles ardiendo son réplicas de esos miles de hombres y mujeres que diariamente se automovilizan de un lugar del mundo a otro, creyendo que todavía pueden merecer una vida. Uno puede ir en auto a un lugar, pero no puede ir en auto a ningún lugar.

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El sociólogo alemán Zygmunt Bauman predice que tarde o temprano no habrá ni un rincón de espacio libre para aquellos que se encuentren con que los lugares ya ocupados están demasiado ocupados para brindar confort, son demasiado hostiles, incómodos o poco acogedores para brindar refugio o abrigo. Y concluye que por eso es necesario revisar, estudiar, reinventar la noción de hospitalidad recíproca como precepto supremo. Esto, dice Bauman, ya lo dijo Kant hace doscientos años. “Pero el mundo, sin embargo, ni se enteró.” El mundo sigue siendo redondo, pero alguien ha pintado la mitad de rojo. Hay globalización, pero no conciencia mundial. Hay dominio de una parte del mundo sobre la otra y ni asoma la ética por la cual y sólo por la cual los habitantes de la parte del mundo que sobrevive deberían darles chances o soluciones a los habitantes del mundo que agoniza. Después de todo, francés, hay una cadena de causalidades entre el encanto de tus perfumes y la rabia de un marroquí. No hay hospitalidad. Hay dos mundos.

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“Hostis”, en latín, significa “huésped” pero también “enemigo”. Esa es la raíz tanto de la palabra “hospitalidad” como la de la palabra “hostilidad”. En un seminario de 1996, el filósofo francés Jacques Derrida analizaba “la cuestión del extranjero”. De la relación con el extranjero nace la hospitalidad. Sólo en relación con el huésped se puede ser anfitrión. El extranjero, desde los albores de la cultura occidental, fue siempre inquietante. Era un testigo que ponía en cuestión lo que la cultura que lo recibía aceptaba mansamente como parte de su naturaleza. El extranjero, el xenos, interpela. Tanto, que fue necesario ya en tiempos de Sócrates implementar, regular, orquestar las leyes de la hospitalidad. Al extranjero se le ofrece un contrato que deberá ser acatado por huéspedes y anfitriones. Pero eso ya no es ética. Es política. Las relaciones con los extranjeros son particulares en cada país y suelen estar regidas por motivos económicos. Los nietos de los árabes que Francia recibió después de la Segunda Guerra para trabajar en la reconstrucción del país hoy queman autos. Se rompió el contrato según el cual ellos vivían en Francia pero como chatarra. Ese es el contrato que firman hoy los refugiados de tantos países: ser aceptados a cambio de aceptarse menos que los demás. Vivir vidas fuera de lugar.
¿Qué deberían hacer los que no tienen lugar? Aceptar lo que son: son no personas. Esa categoría subhumana que la modernidad parió, junto con tantas pestes que ahora roen a Europa por dentro.

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