Vie 18.11.2005

CONTRATAPA

Lo social y lo racial

Por Boaventura de Sousa Santos *

El 1º de diciembre de 1955, en la ciudad de Montgomery, en Alabama, Rosa Parks, una mujer negra, de 42 años, ascendió al autobús para regresar a su casa. Cuando un blanco le exigió que le cediera el asiento, ella se negó, por lo que fue detenida. En aquel tiempo estaban en vigor en el sur de Estados Unidos las leyes de segregación racial. En los autobuses, los negros –dos tercios de los usuarios del transporte público– debían comprar el boleto al conductor, salir del autobús y entrar por la puerta de atrás después de que los blancos estuviesen instalados. Las organizaciones que luchaban por el fin de la segregación decidieron tomar el caso de Rosa Parks para cuestionar la constitucionalidad de las leyes segregacionistas. Así explotó, a escala nacional, el movimiento negro por los derechos cívicos y políticos. Rosa Parks fue enterrada el mes pasado con honores de heroína nacional.
En apariencia, el contraste entre este caso y la agitación social en Francia no puede ser mayor: por una parte, el éxito de las políticas de integración social y del otro, el fracaso. Las comparaciones son difíciles cuando se está ante procesos sociales muy diferentes. Pero si el caso estadounidense concita hoy algún interés para los europeos (y latinoamericanos) reside menos en su éxito que en su relativo fracaso. A pesar de los notables esfuerzos de los últimos 50 años, la discriminación racial continúa hoy como realidad penosa en la sociedad estadounidense: la población afroamericana continúa inserta en los estratos sociales más bajos; sus escuelas son, en general, de calidad inferior a las de los blancos. Los negros tienen una esperanza de vida media inferior a la de los blancos y constituyen una víctima privilegiada del sistema penal (25 por ciento de los afroamericanos entre 15 y 35 años estuvieron algún tiempo en prisión). Estos hechos pueden ayudarnos a tener una idea de la magnitud de los problemas que para las sociedades multirraciales, específicamente las europeas, se debe esperar. Además, Francia está lejos de ser un caso aislado y la violencia puede asumir múltiples formas. Basta recordar la violencia interétnica (entre comunidades afrocaribeñas y asiáticas) durante las últimas semanas en Birmingham.
En general, los problemas provienen de la intensificación recíproca de dos factores de jerarquización social: la clase social y la raza o la etnia. Las sociedades capitalistas se asientan en la desigualdad social, pero ésta tiende a ser menor cuando son aplicadas en serio políticas de igualdad de oportunidades sustentadas en sistemas nacionales de educación, salud y previsión social. Históricamente, estas políticas fueron aplicadas más en serio en Europa que en Estados Unidos (los jóvenes de los suburbios de París tienen acceso a un sistema nacional de salud que está vedado para 40 millones de estadounidenses). Pero estas políticas están hoy cuestionadas por la llamada crisis del Estado benefactor. Hay dinero para combatir el terrorismo, pero no para reparar los apartamentos de interés social donde, por su estado de degradación, son frecuentes los accidentes, como los que en los últimos meses provocaron la muerte de 60 personas en los mismos barrios donde ahora ocurren los tumultos. La alternativa que se intentó imponer fue la de conceder al mercado una presencia mucho mayor en las tareas de regulación social, las que antes correspondían al Estado. Con esto, las políticas de igualdad de oportunidades dieron lugar, en el mejor de los casos, a las políticas de empleo y autoempleo. Ahora, para el mercado, es legítimo transformar un concepto étnico-racial en un criterio de eficiencia económica. No es necesariamente por ser racista que un empleador tiende a rechazar más a un candidato calificado con nombre sospechoso por vivir en un barrio sospechoso. Es en parte por eso que el desempleo en los suburbios de París es superior al doble de la media nacional.
Cuando las desigualdades económicas se cruzan con las discriminaciones étnico-raciales, los conflictos sociales se vuelven potencialmente muy peligrosos. Como se está viendo en Francia, no pueden ser resueltos por la represión y ni siquiera por simples políticas de empleo. Es preciso actuar preventivamente y enfrentar desde la raíz los preconceptos étnicos, raciales y religiosos. Las políticas que propongo apuntan hacia una integración pluralista (opuesta a aquella de la asimilación practicada por los guetos multiculturales): políticas activas de empleo y de educación articuladas con discriminación positiva o acción afirmativa, y educación intercultural profunda, promoción de la diversidad identitaria y cultural en el espacio público (y no solamente en el espacio privado) como vehículo de intermediación con el sistema político nacional –supuestos que reflejan la diversidad cultural y étnica– y local mediante la participación en consejos sociales municipales e instancias de democracia participativa, políticas sociales universalistas (renta básica, casas de interés social, etcétera) que eviten la concentración de minorías (a veces mayorías) en guetos; políticas de nacionalidad –son nacionales europeos los hijos de inmigrantes nacidos en Europa– que fortalezcan por la diversidad las identidades nacionales o la identidad europea. Por ejemplo, ¿cuándo ocurrirá que la cachupa caboverdiana y la feijoada brasileña sean también platos portugueses?

* Doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale; profesor titular de la Universidad de Coimbra. De La Jornada de México. Especial para Página/12.

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