Mar 13.12.2005

CONTRATAPA

Volar

› Por Robert Fisk*

Después de lo que he vivido, no es extraño que tenga miedo a volar. Los periodistas volamos tanto que recogemos enormes cantidades de información tan detallada como inútil sobre los aviones. ¿Quieren saber de la capacidad de torque de un helicóptero Bell Augusta o la configuración de asientos de un MD-111? Pues yo soy su hombre. Además de tener montañas de conocimiento increíble sobre lesiones –no pienso entretenerlos con detalles sobre heridas o traqueotomías de emergencia–, los corresponsales extranjeros probablemente sabemos más de aviones que la mayoría de las tripulaciones de cabina.
Estoy seguro de que esto se aplica a los viejos jets de la aerolínea afgana Ariana cuando volaban en el régimen talibán. En 1997 iba rumbo a Afganistán para encontrarme nada menos que con Osama bin Laden. Sólo pude encontrar un vuelo a Jalalabad que salía del antiguo estado turco de Sharjah, hogar de aviones parias como el Boeing 727 que me esperaba en la pista.
Al abordar, descubrí que sólo la primera fila de asientos estaba en su sitio. El resto del avión era ocupado por grandes cajas de madera que contenían “importaciones mecánicas”, según dijo la tripulación, y que iban encadenadas el suelo del aparato. Aún más problemático era el baño delantero. Minutos después del despegue, su puerta se abrió sola y una oscura ola de aguas negras nos empapó los zapatos antes de ir hacia la cabina.
No estaba de humor para la comida. Yo iba sentado entre dos afganos, uno de los cuales –con la abundante barba que obedecía a las reglas talibanas– vestía sólo con jeans y una camisa de cuello abierto y no dejaba de mirarme mientras exprimía una y otra vez un trapo muy sucio y aceitoso que llevaba en la mano izquierda.
Sobre Kandahar volamos a través de una pesada turbulencia, el avión se ladeó y las cajas de madera encadenadas amenazaron con cargarse hacia un lado mientras la ola de agua negra volvía a visitarnos. Fue entonces cuando un hombre llegó hasta mi asiento.
“Señor Fisk, es usted nuestro único pasajero y no debe preocuparse por su seguridad”, me dijo. “Usted tiene el honor de estar sentado junto a nuestro ingeniero de vuelo de más alto nivel”, y señaló a la figura hostil y barbada a mi izquierda.
Ah, los placeres de Air France. Casi siempre conozco a alguien de la tripulación cuando vuelo a Los Angeles y Nueva York. No hace mucho uno de los sobrecargos me recibió con el saludo que da mala fama a los periodistas. “Ah, monsieur Fisk, apres le decollage c’est un gin-tonic, oui?” Oui, mi querido lector, debo explicar de inmediato que tengo fobia a volar.
Esta comenzó cuando mi vuelo se estrelló en el aeropuerto de Teherán, justo después de la revolución islámica. El tren de aterrizaje delantero no emergió. Para los aficionados, se trataba de un Boeing 737. Irán estaba bajo sanciones de la ONU y el avión cayó en un prado con el mayor estruendo que he oído en mi vida. No hubo pérdidas humanas, pero casi inmediatamente el aparato se llenó de espesas nubes de humo azulado. Después me di cuenta de que provenía de los cigarrillos que encendían al mismo tiempo todos los aterrados pasajeros. Regresé a Líbano con el peor caso de fobia a volar en la historia del mundo.
Afortunadamente, yo conocía a todos los pilotos que trabajaban en la aerolínea libanesa Middle East –navegaban en los viejos 707 en esos días de la guerra civil– y uno de ellos me dijo que al día siguiente fuera con él a realizar vuelos de prueba bajo clima tormentoso en el aeropuerto de Beirut. Me sentó en una de las butacas de descanso de los pilotos, detrás de su asiento, me sirvió un enorme vaso de champaña y me puso unos audífonos. Luego despegó en medio de una turbulencia que sólo volví a ver en la película El día después de mañana.
Voló el aparato vacío sobre el desolado y espumante mar Mediterráneo, dio la vuelta y aterrizó en una pista. Despegó de nuevo en medio de la tormenta y volvió a aterrizar. Repitió el procedimiento una y otra vez y acompañó cada despegue con otro vaso de champaña hasta que, después de 14 aterrizajes y despegues, me reía y balbuceaba como un bebé. Nunca perdí mi miedo a volar, pero dejé de creer que moriría cada vez que abordaba un avión.
En el fondo, desde luego, como casi toda la gente que conozco, no creo en el vuelo artificial. Simplemente no creo que sea natural atarse a un asiento dentro de un tubo de metal y lanzarse al cielo a 800 kilómetros por hora, con o sin gin tonics. Me he dado cuenta de que uso a mi vieja amiga, la incredulidad, que momentáneamente queda suspendida para evitar preguntarme por qué Dios no nos dio alas.
Quizás es por esto que preferimos pensar en las aerolíneas como si fueran algo que no son. Por eso los alemanes tratan a los aviones como si fueran oficinas, los franceses los ven como lugar para el hedonismo y para los británicos son cantinas voladoras.
Mi máxima experiencia de vuelo ocurrió a bordo de un helicóptero artillado iraní durante la guerra Irán-Irak. Iba repleto con 19 mullahs y periodistas y despegó a través de una batería de artillería, envuelto en polvo y arena, volando a toda velocidad a sólo dos metros de las superficie del río Shatt al Arab, hacia la recientemente ocupada península iraquí de Fao.
Gerry Labelle, de AP, iba conmigo en ese vuelo maniático y ambos habíamos renunciado a sobrevivir cuando vimos fuego de granadas estallando en Fao. Saltamos fuera del helicóptero y caímos en un mar de lodo y trozos de cuerpos humanos, mientras escuchábamos el ruido de las granadas cayendo y nos guarecíamos junto al cuerpo decapitado de un soldado iraquí.
Más tarde, cuando esperábamos entre el fango que el helicóptero volviera y nos llevara a lugar seguro, fue el séptimo cielo. Nos encaramamos con dificultad al aparato –recuerdo a un colega que con el pie empujó fuera de nuestro camino a un mullah– y nos alejamos por el río y por entre las palmeras como en una escena de Apocalipsis ahora. Labelle y yo estábamos agazapados en el suelo, mirando las palmeras y el agua pasar a toda velocidad bajo nuestros pies mientras el helicóptero volaba en medio del calor ardiente.
Fue en ese momento cuando me relajé. Si salimos de ésta, saldremos de lo que sea. Así, el helicóptero se volvió nuestro mundo y creímos, aunque sólo por unos minutos, que éramos inmortales. Y eso que no había gin tonics en Irán.

* De The Independent. Especial para Página/12.

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