Mié 14.12.2005

CONTRATAPA

La respuesta de Dieneces

› Por Juan Sasturain

En estos días se va a distribuir en Buenos Aires un lujoso álbum de historietas: Trescientos, del norteamericano Frank Miller. Se trata de un trabajo en muchos sentidos excepcional. Guionista y dibujante de la serie Sin City, hace poco llevada clamorosamente al cine, y de varias piezas maestras que incluyen su revisión y puesta al día y en valor de Batman en los ochenta con The Dark Knight, Frank Miller recrea en Trescientos un episodio literalmente clásico de la segunda de las Guerras Médicas entre griegos y persas, hacia el año 480 AC: la resistencia de Leónidas y sus tres centenares de espartanos, luchando hasta el último hombre en el desfiladero de las Termópilas ante las fuerzas de Jerjes, abrumadoramente superiores en número.
El relato original está en Heródoto, padre reconocido de la disciplina histórica y prodigioso narrador que apenas décadas después de los hechos plasmó para siempre una leyenda heroica saturada de detalles y escenas ejemplares, en el sexto de sus Nueve Libros de la Historia. Sin embargo, no fue la lectura de ese u otro texto griego lo que motivó a Frank Miller sino –según contó en su momento– un recuerdo infantil: la impresión que le causó, a los cinco años, en 1962, la película The 300 spartans, de Rudolph Maté, un artesano casi en retirada que puso a Leónidas y sus hoplitas en cinemascope y en colores. Era una época en que estaban de moda las superproducciones épicas, de Ben Hur a Los Diez Mandamientos. Curiosamente, en ésta no trabajaba Charlton Heston sino Richard Egan y el pequeño Frank quedó impresionado por un detalle: nunca había visto una historia en que los héroes se sacrificaran así. El cumplimiento del deber, llevado hasta las últimas consecuencias, acababa con la muerte. No había el happy end habitual de las películas bélicas yanquis. La historia de Leónidas y sus troyanos no “terminaba bien”.
Pero Miller ha explicado cómo a esa primera impresión se le sumaron, llegado el momento –Trescientos es de 1999–, otros aspectos de la historia. Así, le interesó subrayar el sacrificio de los espartanos para defender un modo de vida que en el fondo desprecian, no sienten como propio... En el esquema de Miller, los hombres de Leónidas son a la confederación griega (y a la culta Atenas, sobre todo), lo que los marines a la democracia norteamericana: los totalitarios a los que recurre “el mundo libre” cuando se siente en peligro. Sus griegos encarnan la libertad, la razón y la modernidad ante el atraso y la barbarie persa: hombres esclavos enviados a luchar, contra hombres libres, soldados por oficio y vocación. Y en la defensa de esos valores serán crueles sin contradicción: “Ni heridos ni prisioneros...” se repite como una letanía.
Claro que para los lectores argentinos, y los lectores de historietas sobre todo, el episodio de las Termópilas tiene resonancias propias. Por ejemplo, no es arbitrario imaginar que cuando la película de Richard Egan se estrenó en Buenos Aires en 1963, Héctor Germán Oesterheld la haya visto. Y él, que ya no era un nene, con algo más de cuarenta años, sí que sabía de historias que terminaban mal. Era el tipo de cosas que solía escribir, el tipo de héroes que había inventado en Ernie Pike, en El Eternauta, en Sherlock Time. El mejor guionista de historietas y narrador de aventuras que ha dado este país no estaba en un buen momento personal. Concluido en bancarrota el proyecto de la mítica Editorial Frontera, trabajaba a destajo para la ya decadente Misterix. Allí, desde 1962 guionaba, entre otras, una de sus últimas obras maestras, Mort Cinder, el testigo inmortal cuyas historias atraviesan la memoria de la humanidad, todos los tiempos, todos los lugares. Los dibujos inspiradísimos del mejor Alberto Breccia convertían cada episodio en una aventura expresiva; cada caso, una solución gráfica diferente. Breccia puso todo ahí, revolucionó el género: un Londres gótico, la Segunda Guerra Mundial, la Torre de Babel, un barco negrero del siglo XIX, una cárcel yanqui contemporánea o el antiguo Egipto. Precisamente, el último episodio de la serie, desarrollado entre diciembre de 1963 y marzo de 1964, fueron las 27 inolvidables páginas de La batalla de las Termópilas.
La historia comienza, como habitualmente, en la tienda del anticuario Ezra Winston, el narrador, y con un objeto, una cerámica griega, decorada con escenas de la mítica batalla. Es una réplica, no una pieza original, y Ezra hace el memorable elogio del copista: “Una copia, cuando no es falsificación, es una obra de amor: aparte de lo que representa, la copia atesora el amor del copista”. Oesterheld está hablando de lo que hará: volver a contar a su manera y con sus propios énfasis una historia que ama, que viene de Heródoto, que ha visto acaso en el cine hace unos meses. O no. Lo importante es que Mort Cinder ha estado allí y escucharemos/veremos su relato.
Es interesante poder confrontar, en paralelo temático e ideológico, esta última lectura de Miller con aquella de hace más de cuarenta años. En la versión de Oesterheld-Breccia están todos los elementos clásicos. Sólo que uno de los trescientos espartanos sobrevive: Dieneces. Y Mort es Dieneces, claro. El personaje no es inventado sino histórico –también lo menciona Miller– pues Heródoto lo inmortalizó poniendo en su boca una de las réplicas más arrogantes y reveladoras del valor y la soberbia espartanos. “Es el mundo todo el que nos ataca, Dieneces. Cuando los persas disparen sus arcos contra nosotros, las flechas serán tantas que oscurecerán el sol”, le dice su amigo Alpheus. “Mejor: pelearemos a la sombra”, replica Mort-Dieneces sin inmutarse. Y Oesterheld no necesita subrayar el vínculo íntimo entre ambos, la solicitud amorosa que los mantendrá recíprocamente pendientes.
A lo largo de toda la historia, pero sobre todo a partir de la revelación de que los griegos han sido flanqueados –no está el tema del traidor Efialtes, que se vende a los persas, los entrega–, junto a la valentía jactanciosa crece otro tema: la certeza de la muerte inevitable. “Moriremos riendo” dice Leónidas, y mientras los enemigos se apilan en parvas de cadáveres en el estrecho pasaje, Dieneces mata y ve morir. Pero en Oesterheld-Breccia, los espartanos son más griegos que marines: no ultiman prisioneros, ayudan a morir a los suyos. No trivializan la muerte, la respetan. Por eso este Jerjes, triunfante pero asqueado, de últimas le concederá la libertad y la vida a Dieneces porque, ante la tortura inminente, lo reconoce moralmente superior: no teme al dolor y la muerte, es superior a él, rey de esclavos, es “rey de sí mismo”.
Por eso, el episodio de las Termópilas en Mort Cinder trasciende largamente la anécdota heroica para transformarse en una reflexión serena y sombría sobre el sentido del sacrificio. También acá, como en El Eternauta, se estaba hablando del ominoso porvenir.

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