Sáb 24.12.2005

CONTRATAPA

Navidad

› Por Sandra Russo

Lo difícil de la Navidad es que hay una Navidad. Para los agnósticos, ateos o creyentes heterodoxos, eso es lo difícil. La Navidad sería más fácil si no existiera. Debe ser más ligero –supone uno– rendirse ante la liturgia navideña si uno está salpicado de un poco de espíritu religioso, o por lo menos si se es mujer y se es lectora de Para Ti y se usa el tiempo en prepararse para “una noche de Fiesta”. Pero para aquellos a quienes no nos ha sido concedida la gracia de la fe ni el descanso de la estupidez, la Navidad concentra un núcleo duro de emociones habitualmente dispersas.
Es imposible ignorar la Navidad cuando llega la Navidad, y debe ser, pienso ahora, porque en el fondo todos la llevamos clavada en los recuerdos, la soportamos superpuesta a otras fotografías, anhelamos la Navidad perfecta con tanto pudor que no lo confesamos, nos volvemos más vulnerables, no sabemos a qué se debe la melanco, alardeamos de indiferencia, nos miramos al espejo, palpamos que algo nos falta, extrañamos a alguien, le damos besos a cualquiera, fingimos un regocijo que nos encantaría, miramos la hora a ver cuánto falta, nos refugiamos como niños en los niños, descansamos en ellos para aguantar el mal trago, diferimos las preguntas que nunca pudimos contestarnos, probamos el turrón de castañas, nos aturdimos con champán, odiamos los fuegos artificiales (su solo nombre decepciona), rechazamos los estruendos que son estruendos del alma, y finalmente nos vamos a la cama después de haber pasado la prueba del antihéroe: hemos sido, una vez más, capaces de tolerar la Navidad.
La madre de Truman Capote tenía dieciséis años cuando él nació. Su matrimonio con un hombre de negocios de Nueva Orleáns duró apenas un año. Los dos decidieron dejar al hijo al cuidado de la familia materna, una tribu numerosa, religiosa y alcohólica que vivía en una granja de Alabama. Capote, hasta los siete años, casi no conoció a sus padres. Estaba al cuidado de una prima vieja y ligeramente tullida llamada Sook. Fue Sook quien le habló en su primera infancia de Papá Noel. Fue Sook también la que le enseñó que todo lo que sucedía era voluntad de Dios. Y Sook fue además quien un día llegó con una mala noticia: el padre de Truman lo reclamaba para que pasara con él la Navidad en Nueva Orleáns.
El niño lloró sin consuelo. Nunca había salido de la granja. Nunca se había puesto zapatos. Nunca se había dormido sin que Sook le acariciara la cabeza. “Pero es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, Buddy, quizás hasta veas la nieve”, le dijo Sook. Buddy se dejó convencer porque, como todos, tenía una Navidad interior e incompleta, y en ella había nieve, mucha nieve para que se deslizara el trineo de Papá Noel. Buddy no sabía que en la calurosa Nueva Orleáns eso era imposible. Tampoco sabía que en cualquier lugar eso es imposible.
El niño campesino viajó solo hasta la gran ciudad y allí se encontró con su padre, que era joven, guapísimo y adorable. El padre de Buddy lo recibió con los brazos abiertos, aunque era un bon vivant que por la noche presenciaba con cierta angustia cómo su pequeño hijo estaba criándose como un cuáquero extraviado que no podía dormirse sin recitar sus oraciones. Buddy pasó de la granja de Alabama, donde desayunaba con leche recién ordeñada y melaza casera, a esa casa de ciudad llena de elegancia y mujeres, muchas mujeres mayores que su padre. Su padre parecía encantarlas a todas. Buddy presenciaba extrañado el espectáculo: ¿por qué en esa casa siempre había música, baile, terciopelo y mujeres? Tardó bastante tiempo, años, en saberlo. Su madre un día se lo dijo: su padre era un gigoló.
En el cuento Una Navidad, Capote relata ese primer fin de su infancia. Su padre se sorprendió cuando él comenzó a hablarle con mucha ilusión de Papá Noel. El padre cedió. Organizó una hermosa fiesta en la Nochebuena, pero organizó la fiesta que pudo: llena de elegancia y mujeres mayores que él,una fiesta a lo Gran Gatsby, una fiesta pagana, un pretexto para que esa noche hubiera baile y música, y Buddy miraba por la ventana. Lo vio bailar con una mujer elegante, lo vio desplazarse por la pista, lo vio llevarla a un costado y besarla en la boca. El cuáquero y pequeño Buddy no entendía por qué su padre besaba a una mujer mayor y que no le había sido presentada. ¿Era esa mujer importante para su padre? Si era importante, ¿por qué no se la había presentado? Si no era importante, ¿por qué la besaba?
Buddy se enojó tanto que no pudo dormir. Y se quedó despierto y vio cómo la fiesta terminaba, y cómo su padre, un rato después, ponía todos los regalos de Papá Noel en el árbol. De madrugada, Buddy bajó a abrir los paquetes (“El salón olía todavía a gardenias y a habanos”). La decepción no le entraba en el pecho. Acababa de rompérsele algo adentro. Papá Noel no había llegado, tenía que avisarle a Sook (“Ahora seré yo quien tenga que decirle la verdad a ella”). En los paquetes había un revólver de juguete (“Bang. Bang. Bang”). A falsos tiros despertó a su padre. Fingió. Fingió no haberse dado cuenta de nada. Su padre le preguntó si le habían gustado los regalos de Papá Noel. Buddy dijo que no. Que en realidad quería un avión enorme y muy caro que había visto en una juguetería del centro de la ciudad. Su padre accedió a comprárselo. Su padre tenía que pagar.
Un día después, en la terminal de micros, cuando estaban despidiéndose, su padre, que estaba muy borracho, lo apretó muy fuerte contra sí.
–No voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos a ese viejo caserón de locos. Mira lo que han hecho contigo. ¡Un niño de siete años hablando de Papá Noel! Todo es culpa de esas viejas solteronas agriadas, con sus biblias, de esos tíos tuyos, todos borrachos. Escúchame, Buddy. ¡Dios no existe! ¡No existe ningún Papá Noel!
Buddy no escuchó. Viajó hasta Alabama y le contó todo a Sook. Ella lo tranquilizó. Le dijo con voz dulce que por supuesto que Papá Noel existe, que tiene tanto trabajo que reparte las tareas y a veces quienes quieren mucho a los niños son quienes ponen los regalos en el árbol. Y le dijo que no pensara más en eso, que contara estrellas y que intentara ver cómo la nieve caía entre las estrellas. Le advirtió que era difícil verla, pero le aseguró que la nieve caía entre las estrellas (“La estrellas destellaban, la nieve se arremolinaba dentro de mí”).
Y eso es lo difícil de la Navidad. Ponerse a prueba y ver si uno es capaz de ver todavía nieve cayendo entre las estrellas, o si, por el contrario, sólo puede resignarse a la verdad.

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