CONTRATAPA
Los Santos Inocentes
› Por Néstor Míguez *
Día de los inocentes.
Voz fue oída en Ramá,
grande lamentación, lloro y gemido.
Es Raquel que llora a sus hijos
y no quiere ser consolada,
porque ya no están.
Jeremías 31,15. La Biblia
El día de los Santos Inocentes fue fijado en el calendario cristiano en recordación de la matanza de los niños de Belén, ordenada por Herodes, al enterarse del nacimiento de quien sería el Mesías. José recibe en sueños un aviso y huye con Jesús y María, pero los otros niños de la aldea son asesinados. Saramago, en El Evangelio de Jesucristo hace de este momento un eje de su novela. El episodio original es narrado en el Evangelio de Mateo, que toma esta cita de Jeremías como su motivo.
Mateo no dejó que se borrara la memoria de aquel Herodes homicida. Herodes reparó el Templo y destruyó al pueblo. El (pero no sólo él), que llega al trono amparado por el Imperio, termina matando a los hijos de su propia gente para no perder su injusto poder. Soldados contra niños, armas contra llantos, el terror como método del rey. El que teme perder su trono no puede sino ver amenazas en todo. Y las madres de los inocentes que no quieren ser consoladas... De paso, vale la pena recordar que el “nombre de guerra” del ex almirante Massera era justamente “Herodes”. Entre el Herodes bíblico y el argentino (no será también el nombre de guerra de algún otro...), hay un ida y vuelta del relato.
Desde mi Argentina de veinte siglos después me arrimo a Mateo mientras escribe su Evangelio. Me siento junto a su mesa de trabajo, le acerco una taza de café, y le digo:
–Los comentaristas debatirán dentro de varios siglos, querido Mateo, si tu relato es histórico, si se ajusta a los hechos, o cómo justificar teológicamente que mueran inocentes para salvar al salvador. Incluí tranquilo estos datos, hermano, la historia los hará verdaderos. Yo te digo, desde mi triste experiencia, que los hechos se ajustan a tu relato. Una y otra vez los injustos aliados del Imperio resguardan su poder matando inocentes. Lo llaman “guerra preventiva”, los nombran “daño colateral”, tristes copias, hechas con pantógrafo, del prevenido Herodes...
Mateo hace una cara rara, en su mundo no existe el café y su sabor le sorprende. Yo continúo:
–Es más, le digo, yo conozco esas madres que no quieren ser consoladas. Tienen nombres: se llaman Azucena Villaflor, Adela Antokoletz, Nora Cortiñas, Hebe de Bonafini, Estela Carlotto.... Algunas padecieron la misma suerte que sus hijos, otras murieron ya, otras viven sin dejarse consolar, sin bajar los brazos que reclaman, cada una a su manera, sin dejar de dar sus vueltas frente a la casa de Herodes, en la plaza de puebladas y de muertes, plaza de pueblo y traiciones, reclamando por sus hijos. Sus pañuelos blancos en la cabeza son emblema de un dolor que se hace lucha. Esas madres que no aceptan el consuelo, porque su dolor es parte (parto) de su lucha. Son esas abuelas infatigables que rebuscan en los rastros del horror porque saben que allí todavía pueden estar, escamoteados, los herederos de sus sueños.
Me exalto con mi propio discurso, me olvido de Mateo y sigo, hablando ante la pared de adobe de esa choza de lo que es ahora el sur del Líbano (se supone que Mateo escribió su Evangelio en esa zona), secular conocedor de esos mismos horrores (1982, Sabra y Shatila). Veo esos queridos rostros conocidos y otros desconocidos, igualmente queribles en su espanto. Yo también, como Mateo cuando escribe, voy viendo pasar los hechos a medida que los digo. “Clamen, madres del dolor y la esperanza. No dejen de clamar por los siglos, madres de Ramá y de Belén. Con las madres de Irak y de Gaza, y nuevamente de Belén. Con las madres de Auschwitz o de Armenia, y de todos los genocidios de la insensata historia humana. Griten y lloren con las madres de todos nuestros pueblos de la América indígena, diezmados en sus propias tierras por el afán homicida del conquistador lanzado en la búsqueda del oro y el poder. Griten con las madres de Soweto, con las de Hiroshima, con los millones de madres de holocaustos de inocentes que la soberbia, la ambición y el prejuicio siembran en nuestra historia. Con las madres de Biafra y de Haití, viendo a sus niños morir en el hambre impuesto, en la miseria calculada. Junten sus voces desgarradoras con las madres de los niños nacidos deformes por la contaminación insensata de tierras y aguas, o en los infiernos desatados por el napalm en Vietnam. Júntense los millares y millones de esas voces que han visto pisadas, no la cabeza de la serpiente, sino la cabeza de sus niños, por las hordas homicidas que una vez tras otra los Imperios y sus aliados, provistos con las armas del hierro o del dinero, han desatado sobre los pueblos indefensos. Que sus gritos de espanto resuenen siempre, sin ceder ante las ofertas del consuelo de los compradores de conciencias. No oigan las palabras dulces con las que las quieren ablandar los predicadores de las reconciliaciones indignantes. Que nunca se detengan en su empecinado lamento, esa desbocada exigencia de vida, esas vueltas interminables en las plazas de los pueblos; que no se acalle ese clamor de justicia que se levanta desde el fondo de los siglos y llega hasta hoy, para que el Imperio nunca duerma sin sentir, aunque se tape los oídos, que sus masacres no han quedado en el olvido.
Mateo me mira atónito. Hay nombres que le suenan extraños, situaciones que le suenan conocidas. “Escribe, querido Mateo, hermano. Escribe que tus palabras convocan a miles en todos los tiempos. La historia hará tristemente cierto tu cuento, alentadoramente fiel tu Evangelio. Sigue escribiendo este espejo del alma humana, sigue adelante y no te detengas hasta la resurrección necesaria”, le digo, como si el Espíritu no se lo hubiera dicho ya.
* Pastor de la Iglesia Evangélica Metodista, profesor de Nuevo Testamento del Instituto Universitario Isedet.