CONTRATAPA
La Constitución c’est moi
› Por Juan Gelman
Benjamín Franklin supo decir que “tres personas pueden guardar un secreto, siempre que dos de ellas estén muertas”. Su compatriota W. Bush logró que The New York Times retuviera durante un año la revelación de las secretísimas actividades de espionaje que el gobierno propina a sus connacionales. Pero las conocían más de tres, todos con vida, y el 24 de diciembre el diario publicó la primicia finalmente. Resulta que el presidente norteamericano, tan liberal, tan democrático él, autorizó hace casi cuatro años el acceso de los organismos de seguridad nacional a las principales centrales telefónicas del país con el objeto de escuchar conversaciones y leer correos electrónicos. Esta vasta operación cuenta con la cooperación de las empresas privadas de telecomunicaciones y es perfectamente ilegal.
Sí. La cuarta enmienda introducida en la Constitución de EE.UU. dispone: “No se violará el derecho del pueblo a la seguridad de sus personas, hogares, papeles y pertenencias contra los allanamientos y las incautaciones arbitrarios, y no se emitirán órdenes judiciales a esos efectos sin establecer una causa probable, bajo juramento o declaración solemne, y precisando en particular el sitio que se quiere allanar y las personas u objetos que se quiere detener o incautar”. Hay más: en virtud de la Ley de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera (FISA, por sus siglas en inglés), de 1978, el Ejecutivo debe llenar siete requisitos cuando pide a la también secretísima Corte ad hoc autorización para llevar a cabo escuchas telefónicas o intrusiones electrónicas clandestinas. La Casa Blanca no se molesta ya en solicitarla y esgrime, como es costumbre, “razones de seguridad nacional”.
Tales razones se adoban con otros ingredientes. El procurador general Alberto Gonzáles adujo que W. Bush tiene “la autoridad inherente” a su calidad de comandante en jefe “para ordenar esta clase de actividades” sin una orden judicial (The Washington Times, 20-12-05). Lástima que la Constitución dice otra cosa. Su segundo, el subprocurador William Moschella, postuló que el Congreso había establecido “implícitamente” que se podían realizar sin acudir a la Corte cuando aprobó la ley que legitimó el uso de la fuerza militar para responder a los atentados del 11/9 (The Nation, 26-12-05). Lástima que en dicha ley no existe la menor referencia al respecto, ni explícita ni implícita.
El procurador Gonzáles reforzó luego su argumento. Afirmó que W. había ordenado espiar sin autorización judicial porque obtenerla era un proceso “demasiado engorroso”.
En realidad, la Corte Federal de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera –cuyos miembros no son precisamente de izquierda– sólo modificó “sustancialmente” 173 solicitudes de la Casa Blanca en la materia y rechazó apenas 6 de las 5645 que le empezaron a llover del 2001 al 2004, según registros públicos (Seattle Post Intelligencer, 24-12-05). Ese escuálido 3 por ciento de corrección a la voluntad de los “halconesgallina” bastó para que la Casa Blanca se irritara y resolviera, también en este caso, violar la Constitución de EE.UU. y su ordenamiento jurídico interno. Ahora interviene sin traba alguna teléfonos y computadoras de propios y ajenos, tal como mantiene en prisión a sospechosos propios y ajenos –durante años y sin proceso– y los tortura y aun asesina en otros países. Qué rostro verá en el espejo W. Bush cuando se mira: ¿el suyo o el de Videla o Pinochet?
El FBI ha multiplicado desde el 11/9 el envío de las llamadas Cartas de seguridad nacional que van por mano a universidades, bibliotecas públicas y otras instituciones, así como a ciertas empresas y comercios, para que proporcionen obligatoriamente información personal y financiera de estudiantes, profesores, lectores y clientes, según el caso, y en particular las direcciones electrónicas de compradores de libros. Quienes reciben estas cartas no deben mencionarlas nunca a nadie, ni siquiera a aquellos cuyos datos solicitan. Una sola de esas cartas permite el acceso a los antecedentes de muchas personas y el FBI las emite a razón de 30.000 por año (The Washington Post, 6-11-05). No son pocos los norteamericanos espiados por su propio gobierno. En EE.UU. se cumple 21 años después la pesadilla que Orwell novelizó en 1984.
W. Bush defiende a muerte este extraño modelo de democracia occidental. Espiar a sus conciudadanos es, para él, “una parte imprescindible de mi trabajo” para protegerlos del terrorismo (AP, 19-12-05). Una paradoja notable. Y véase a quiénes se considera terroristas potenciales: en agosto pasado, el FBI admitió ante un tribunal federal que compilaba miles de documentos sobre grupos de activistas como Greenpeace, la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) y los movimientos pacifistas que se oponen a la guerra en Irak (The Independent Institute, 18-8-05). Pero no sólo eso: en uno de esos documentos se adjudica una “ideología semicomunista” a la agrupación Trabajadores Católicos; en otro los espías asientan su interés por averiguar dónde se iba a realizar una manifestación que había convocado Ciudadanos Pro Trato Etico a los Animales para protestar contra el uso en vestimentas de la piel de llama (The New York Times, 20-12-05). En EE.UU. habría más terroristas que en el resto del planeta.
Los belicistas de Washington declaman que su misión histórica es llevar la democracia y la libertad a todo el mundo. En casa, al revés: violan sin pudor su propios principios fundadores. A la manera de Luis XIV, W. Bush está convencido de que la Constitución es él.