Sáb 07.01.2006

CONTRATAPA

Con alguien

› Por Sandra Russo

“Cuando hablo de la felicidad, hablo también de su hermano, el sufrimiento; es una relación fraternal que tiene que ver con la esencia de la vida.” Lo decía John Berger en una entrevista realizada por el periodista español Juan Cruz y publicada el lunes pasado en este diario. Pintor y escritor, Berger explicaba, más adelante, que lo que toma como objeto de su trabajo no necesariamente es experiencia propia. “Mis facultades narrativas me permiten identificar las circunstancias de desesperación de largo recorrido. La naturaleza del proceso narrativo se produce así: te permite entrar en otras pieles, en otras desesperaciones.”
Una de las particularidades que hacen interesantes los pensamientos de Berger sobre la felicidad y el sufrimiento es que son aplicables tanto a lo individual como a lo colectivo. Es como si él pescara sus ideas –lo imagino con una caña de pescar en las manos, la columna vertebral hacia atrás, un gesto de esfuerzo en la boca– del magma iridiscente de lo que lo rodea, gente cercana y lejana, amigos con los que comparte noches y vinos y pueblos enteros que padecen lo que él llama la “desesperación de largo recorrido”, como los palestinos, sobre los que escribió el libro Desesperación invicta. Pueblos que llevan inscripto en su historia el gesto del acorralado, el mismo gesto que reproducen hombres y mujeres en otros lugares y en otros contextos, gente tal vez feliz un día antes o un día después, pero desesperada en el momento en el que Berger los fotografía internamente, para descifrar ese estado del alma en el que ya no se espera, en el que uno ha sido expulsado de la espera, en el que no hay nada por delante, apenas un muro pintado de negro y mucha velocidad para estrellarse.
Esta última imagen, la del muro pintado de negro, surgió mientras estaba intentando retratar con palabras la visión oscura de un desesperado. Pero recorro la entrevista y leo una cita de Berger: “Las multitudes tienen respuestas a preguntas que aún no se han formulado, y la capacidad de sobrevivir a los muros. Recorre esta noche con tus dedos la línea del nacimiento del pelo de él (o ella) antes de dormirte”. Me debe haber quedado en la cabeza la idea del muro, el de Berlín, el de Gaza, el que quieren levantar en otras fronteras, como la que separa a México de Estados Unidos, y se me mezcla con una frase de Spinetta que me acompañó toda la vida, una de A Starosta, el idiota: “Después de todo tú eres la única muralla. Si no te saltas nunca darás un solo paso”. Todo mezclado. Todo apretado. Todo conviviente. Lo personal y lo grupal, lo individual y lo colectivo, en el estilo Berger, que niega, cuando se le pregunta, que lo que quiso decir es que la “respuesta a la desesperación es el amor”. Juan Cruz seguramente se lo preguntó por ese final magnífico de frase, esa imagen de alguien recorriendo con sus dedos, antes de dormirse, la línea del nacimiento del pelo de aquel o aquella que tiene a su lado. Pero Berger dice que duda en aceptar esa palabra, amor, como algo fiel a la idea que lo hizo escribir la frase. Y agrega algo de una profundidad erizante: duda en aceptar “que la respuesta es el amor” porque, dice, hay algo intrínseco en esa palabra “que aspira como a una solución; es algo demasiado fácil y falso a la vez. Hay algo en el amor que tiene una gran carga de permanencia”.
Berger, aunque no lo explicita, está volviendo a unir en una misma trama lo individual y lo colectivo. ¿Es la respuesta a la desesperación, la soledad, el acorralamiento personal el amor? ¿Es la respuesta a la desesperación, la soledad, el acorralamiento colectivo el amor? Berger dispara su flecha de precisión contra esa palabra, amor, y su connotación prefabricada, la permanencia, la estabilidad, el happy end que sella películas románticas o épicas: el romanticismo en sí mismo es una épica personal sin final feliz, porque el enamorado no se colma, el enamorado es alguien con plena conciencia de lo que le falta. Y en lo colectivo, ¿existe la manera de coronar alguna lucha o de danzar sobre alguna victoria, sin la zozobrante convicción de que sólo es cuestión de tiempo,apenas tiempo, para la desilusión o la queja? ¿No es acaso la historia en sí misma la que se ocupa de desenchufar, con su propia dinámica, el entusiasmo eléctrico de las multitudes?
“De lo que yo quiero hablar es de algo que se transforma en otra cosa; algo que no existe todavía, pero que se comparte. No se trata de algo solitario, sino compartido. Que algo no sea conceptualizado no significa que no sea real. Hay momentos que susurran por qué estamos ahí. Momentos compartidos, entre amantes o amigos, o entre cientos de personas simultáneamente, momentos eternos. No es que duren para siempre, sino que en ese momento estamos rozando lo eterno. Se trata de los únicos momentos a los que verdaderamente deberíamos aspirar”, describe él, y a uno le vienen a la mente desde escenas muy íntimas hasta esplendores compartidos con miles de personas, escenas personales de ésas, públicas o privadas, que articulan una vida entera.
Ese dedo descrito por Berger, que recorre la línea del nacimiento del pelo de la mujer que tiene al lado, o viceversa, es comparable, en la dimensión colectiva, al estremecimiento de miles de personas en un recital o a la hermandad instantánea entre miles de personas en un estallido.
Ráfagas, procesos, devenires, aleteos, entreabrir de persianas, corazonadas, presentimientos, acuerdos, desacuerdos, desconcierto, todo eso late acompasado e irremediablemente inconexo en la visión de Berger sobre el estar aquí y ahora: “El ser humano se hace en relación con el otro. La raíz del ser es la perplejidad con la vida, no tiene que ver con uno mismo”, dice, en una época en la que nos han hecho creer que todo depende de uno, que uno mismo es la ruta, que uno mismo es el eje, que uno mismo debe ocuparse de uno mismo. Berger subvierte ese hartante uno mismo: es solamente en compañía que uno sabe quién es.

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