› Por Sandra Russo
Hubo una época que probablemente recuerden los mayores de cuarenta. En esa época había militares sanguinarios en el gobierno, John Travolta bailaba con pantalones ajustados, Porcel y Olmedo hacían reír, Neustadt y Grondona hacían editoriales, y uno deambulaba sin rumbo preciso por la calle Corrientes, entraba al cine Arte, veía películas de Wajda o de Zanussi, los libros interesantes los llevaban bajo el brazo pero forrados, y no había mucho más para hacer.
En esa época se solía ir en patota a Pacífico para comprar pantalones baratos en Eduardo Sport, y eso ya implicaba bastante: había quedado atrás la fascinación adolescente por los Lee o los Levi’s importados que se conseguían en la Galería Internacional, y uno empezaba a tomar conciencia de que algo le estaba apretando el pecho, algo que lo ahogaba, que lo oprimía. Si uno no tenía familiares desaparecidos, la digestión del ahogo había sido mucho más lenta. Se expresaba en una necesidad acuciante de hacerse un lugar, de encontrar un lugar. Recuerdo que por aquella época publiqué algunas columnas en la sección Opinión del diario Clarín. La primera se llamaba “Los que tienen veinticinco años”, y terminaba diciendo, casi textualmente, “cometimos el pecado de crecer en un tiempo oscuro. Merecemos un lugar”. Esa idea me obsesionaba: este país, que era el mío, era un lugar en el que antes de llegar a la puerta de la facultad, en La Plata, tenía que soportar cuatro requisas. Y era el lugar en el que nadie que se sentara en el banco de al lado y con el que uno trababa algún tipo de amistad, podía decirle, por su seguridad y la nuestra, dónde vivía o su número de teléfono.
Y empezaba una búsqueda personal y colectiva al mismo tiempo, que primero que nada fue una búsqueda de iconos, emblemas, una búsqueda temática: mi generación vino al mundo enchufada y el órgano de difusión de entonces era el Expreso Imaginario. Usábamos zuecos del gurú Maharaji, telas de batik y olíamos a patchuli. Esa búsqueda nos llevó a los primeros hallazgos unplugged de nuestras vidas: el sikus, por ejemplo, de pronto sonó en nuestras cabezas con una dignidad ya repuesta de los “Aquí Cosquín” de Julio Mahárbiz.
Eso no solamente sucedía en la Argentina. América latina, que ahora se refriega los ojos y vota lindo, en aquel entonces estaba fajada por regímenes que Guillermo O’Donnell analizó como “estados burocrático-autoritarios”. Y las generaciones jóvenes de entonces buscaban un lugar, ese lugar que no reconocían como propio entre fusiles, mordazas, censura, mentira. Y ese lugar que congregó a miles y miles de buscadores de aire puro y de significados ocultos fue, desde entonces y durante mucho tiempo, el Machu Picchu. Allá arriba de todo, cerca del Cuzco, donde el aplastamiento de la cultura madre por la cultura conquistadora se deja ver en casas cuyos cimientos incaicos permanecen hoy soportando el peso de las nuevas construcciones.
De allí volvimos con el pulóver peruano puesto y con el deslumbramiento recolocado: además de los sonidos eléctricos y las canciones en inglés que nos pertenecían por derecho, hubo una larga temporada de respeto por nuevas temáticas que descubrimos solos, porque en nuestra adolescencia ni los padres, ni la escuela, ni las instituciones, ni nadie se ocupó de enseñarnos la dignidad de los indios. Se les dice aborígenes en público. En privado, siempre fueron indios. Y esa palabra se resignificó. Carlos Castaneda aportó lo suyo, claro, con sus historias alucinógenas. Pero enormes novelistas como Manuel Scorza, que revelaban con intensa profundidad el submundo lleno de humillación y maravilla de esos pueblos, también.
Esos indios no eran ignorantes. Sabían, en todo caso, cosas que no eran útiles ni valiosas para Occidente. Esos pueblos habían reinado y construido signos fabulosos, ilegibles, regados de un misterio del que nosotros, jóvenes eléctricos y ya hiperinformados, habíamos sido expulsados.
Pero después, gota a gota, fue cayéndonos encima la lluvia de la posmodernidad, capturando nuevamente nuestras percepciones y nuestros intereses. Y también fue cayéndonos encima la vida, fuimos haciéndonos adultos, y aquella temática indígena que nos había deslumbrado fue empapándose de una acusación: ¿a quién le importan los indios? Ya nos vestíamos de negro y sacábamos del living los retablos peruanos y las quenas bolivianas. Venía el minimalismo y lo net y lo soft y lo light y lo hard y lo tecno y lo pop. Venía, de nuevo, el olvido.
Ahora parece que los indios vuelven a importar. Otro novelista, Mario Vargas Llosa, se rasga la camisa inglesa: anuncia “un nuevo racismo” de indios contra blancos y vomita su indigestión ideológica en una columna publicada en La Nación, en la que inscribe en la “izquierda boba” a quienes celebran la llegada al poder de Evo Morales. Provoca espanto que la inteligencia, que nadie puede negarle a Vargas Llosa, se preste a lecturas deplorables del mundo y del prójimo.
Hoy en las ruinas del Tiahuanacu, por las que muchos argentinos deambularon en sus veintes con poca plata en el bolsillo y hojas de coca en la boca, Evo Morales será investido entre los suyos, los aymara, como el nuevo presidente boliviano. Ellos, los bolivianos, cuya lengua cerrada y sus rituales solíamos admirar, fueron de a poco transformándose en bolitas, en inmigrantes de ojos achinados aptos para el trabajo doméstico o la construcción. Fueron perdiendo aquel rayo misterioso y quedando expuestos en su pobreza y su ignorancia. Y sin embargo, en un proceso completamente diferente al que inaugura Chile con su presidenta electa de ascendencia francesa, hoy los bolivianos tendrán en Tiahuanacu su fiesta, con uno de los suyos al frente, después de una triste y larga historia nacional que los confinó a ser, por indios, los últimos entre los últimos.
¿Reirán mejor?
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