Dom 22.01.2006

CONTRATAPA

El estruendo de los fanáticos

› Por José Pablo Feinmann

En 1830, Europa era la mismidad (lo Mismo), se asumía como el centro del mundo, como el territorio del Saber, como la poseedora del Logos y lo demás era la otredad (lo Otro). En 1830, en la Universidad de Berlín, Hegel decía de América del Sur que estaba geográficamente incompleta y también hablaba, desde su cátedra, del Oriente musulmán. Del mahometanismo destaca la concentración de una fe que se abisma en sí. Lo compara, por su pureza, por su ausencia de representaciones particulares y paganas, con el judaísmo. El Oriente mahometano conoce y adora lo Uno. “Conocer este uno y adorarlo –dice– es para el musulmán un deber (...) La intuición de lo uno debe ser lo único reconocido y lo único que rige.”

¿Qué será, entonces, el fanatismo musulmán en cuya búsqueda anda Hegel? Esto: al ser lo Uno lo único reconocido –y lo único que vale– se deduce de ello la destrucción de todas las diferencias. “Y esto constituye el fanatismo”, sigue Hegel. “El fanatismo consiste, en efecto, en no admitir más que una determinación rechazando todo lo demás (...) y no queriendo establecer en la realidad más que aquella única determinación.” El ejemplo que encuentra se lo da la quema de la biblioteca de Alejandría. “Omar, según se refiere, destruyó la magnífica biblioteca de Alejandría. ‘O estos libros –dijo– contienen lo que ya está en el Corán o contienen cosa distinta. En ambos casos sobran’.”

Como fuere, hay que admitirles a los coranistas incendiarios un par de cosas: sabían expresarse con rigor lógico. Si esos libros contienen lo que ya está en el Corán forman parte de lo Mismo. Lo Mismo ya está en el Corán. Esos libros sobran. Si contienen algo distinto, algo que sea una diferencia de lo Mismo, también sobran. Hegel concluye el capítulo expulsando al Islam de la historia universal. Ha quedado “recluido en la comodidad y la pereza orientales”.

Estados Unidos, por medio de su “guerra contra el terrorismo”, se ha transformado en una sociedad de lo Uno, una sociedad cerrada en guerra contra lo Otro y lo Otro es el resto del mundo entendido como posible agresor o como posible cómplice de agresores. Es patético que los propagandistas de eso que llaman Occidente o de eso que con más entusiasmo aún llaman la sociedad abierta (en cuyo espacio se expresaría “Occidente”) sigan postulando como incuestionables y verdaderos estos sofismas. Estados Unidos no es una sociedad abierta. (Todo este andamiaje proviene de un voluminoso libro de Karl Popper llamado La sociedad abierta y sus enemigos, The Open Society and Its Enemies, 1945.) Una sociedad que se propone alzar un muro contra inmigrantes indeseados (así llama a estos azarosos seres Samuel Huntington en su libro sobre el choque de civilizaciones) no puede llamarse abierta. (¿Caído el Muro de Berlín se levanta el Muro de El Alamo?) Una sociedad que somete a sus ciudadanos a una vigilancia que supera al Big Brother de George Orwell no puede llamarse abierta. Los países del alto desarrollo capitalista han reclamado apertura a los países pobres para hacer, con ellos, buenos negocios. Los países del hiperdesarrollo se llaman a sí mismos inversionistas y postulan que nada mejor para un país pobre que recibir inversiones de los ricos. Si algún teórico de los países pobres aduce que esas inversiones consolidan el statu quo de la desigualdad, algún teórico de los países ricos los llamará “idiotas”. Así lo hizo Alvaro (¡qué significante helado para los argentinos!) Vargas Llosa, el hijo de Vargas, es decir, el posmoVargasLlosa. El libro se llamó: Manual del perfecto idiota latinoamericano.

En suma, las sociedades pobres se han abierto a los buenos negocios de las sociedades ricas. Todo esto se trastrueca cuando las sociedades pobres, que suelen tener bajo su suelo tesoros no extraídos –digamos: petróleo–, se tornan ariscas y dicen lo elemental: que ese petróleo les pertenece y locomercializarán como les convenga. Aquí es donde la Mismidad se le quiebra al uno-imperial. Lo uno necesita de lo Otro para subsistir. Entonces se “abre” hacia lo otro en la modalidad de la guerra: lo invade, lo coloniza. Ocurre, no obstante, que en una guerra anterior a la del terrorismo, la llamada Guerra Fría, el imperio norteamericano armó desmedidamente a esos países a los cuales Hegel había condenado a la siesta oriental. Estos países lucharon contra el enemigo rojo y fueron útiles a los fines de la democracia, de la sociedad abierta y de Occidente, todo eso junto. También, ya que estamos, para la libre expresión del libre mercado, ese dios de la mismidad occidental. Terminada esa guerra, los barbáricos países artillados por Estados Unidos se dislocan en políticas propias de alta agresividad. Y en cierto día de septiembre de 2001 salen de su siesta y se integran a la historia universal. ¿Qué diría Hegel si hubiera vivido para ver y pensar el nine eleven? Vea, Maestro, Oriente despertó de su siesta. Este barbarismo de Oriente es tan grave y letal que empuja a Estados Unidos a quitarse sus velos: se acabó la hojarasca propagandística de la sociedad abierta. Ahora los muros, los campos de tormentos en territorios europeos, Guantánamo, Irak y Pakistán.

Estados Unidos se asume como la potencia que rige, desde su cerrada mismidad, toda la vasta otredad, o sea, el mundo entero. Todo lo diferente está contra mí, dice el imperio. La bomba que ha caído sobre Pakistán (país, se suponía, aliado a EE.UU.) es una bomba de aviso para el inmenso, amenazado planeta. La guerra preventiva autoriza a EE.UU. a tirar una bomba allí donde suponga hay un foco terrorista. Sin avisar, sin medir demasiado los costos de alguna imprecisión. No importan las imprecisiones de las bombas, lo que importa es la decisión de la lucha. La imprecisión de la bomba en Pakistán implicó la muerte de 18 civiles entre los que se contaban seis niños.

El horror de lo Uno capitalista encuentra siempre espejos en el soliviantado Oriente. Se le ha perdido el respeto al Gigante. El amo asiste a la rebelión de sus viejos esclavos. Irán (nueva figura del Otro demoníaco) acaba de desbordarse. Las grandes potencias se sienten amenazadas. Saddam pertenece al pasado. Osama pierde notoriedad. El nuevo monstruo es ahora Mahomud Ahmadinejad. Este líder iraní (territorio desde el que solía llegar un cine aclamado por el multiculturalismo occidental, que tiene estas modalidades cuando se le ocurre hacer turismo por lo diferente) dice estar empeñado en poseer arsenales atómicos. Y hasta propone un seminario internacional para estudiar la veracidad del Holocausto. Este punto (altamente irritativo) tiene su lógica en la estrategia guerrera de Mahomud A. Si no murieron tantos judíos como se dice en Auschwitz y Dachau y Treblinka (por nombrar sólo algunas geografías del horror) entonces, dice Mahomud, terminaremos con una cosa y podremos hacer otra. 1) Si Mahomud logra reducir la magnitud del Holocausto, conseguirá reducir la (indudable para él) utilización que el Estado de Israel hace del dolor del pasado; 2) Si no hubo tantos judíos muertos podemos entonces (dice el líder iraní) matarlos de aquí en más. El razonamiento podría expresarse en números. La crueldad de los números es aún más cruel en estas cuestiones. Si en lugar de seis millones de judíos (razonaría Irán) murieron tres, entonces todavía podemos seguir matando algunos millones nosotros. Esto suena horrible. Pero, ¿por qué le suena menos horrible al Occidente de la democracia y la sociedad abierta la muerte de seis niños en Pakistán por una imprecisión misilística? Y aquí llegamos al único punto riguroso de estas líneas posiblemente caóticas. Alguien dijo: “No mataron seis millones de judíos; mataron uno y luego lo mataron seis millones de veces más”. Este razonamiento se hace contra la frialdad de las cifras. Tzvetan Todorov también dijo: “Una muerte es una desdicha; seis millones, una estadística”. Seis millones perecieron bajo la racionalidad instrumental de los campos de la muerte. Seis niños murieron por una bomba demencial, por un error del capitalismo bélico-informático de la guerra preventiva. Se trata de llorar por todas las víctimas. Y de luchar para impedir todas las masacres.

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