› Por Frei Betto *
Tengo una propuesta concreta de paz para el mundo: los Estados Unidos se retiran de Irak y devuelven a México Texas, California y Arizona, y Puerto Rico a los puertorriqueños, suspenden el bloqueo a Cuba y les devuelven a los cubanos la base de Guantánamo.
Francia y España devuelven a los vascos su territorio; Turquía, Irán e Irak admiten el derecho de los kurdos a una patria; Rusia deja libre a Chechenia; China desocupa el Tíbet; Corea del Norte y del Sur llegan a un acuerdo de reunificación; es creado inmediatamente el Estado Palestino y reconocido por la ONU; Israel devuelve los territorios ocupados y Jerusalén es declarada santuario universal o ciudad internacionalmente independiente, administrada por la ONU.
El Papa renuncia al título de jefe del Estado Vaticano, entregándole su administración a la Unesco, quedándose sólo como pastor universal de los católicos, sin pretensiones de hegemonía religiosa y cultural; el FMI y el Banco Mundial cancelan la deuda de los países pobres y la Organización Mundial del Comercio condena el proteccionismo y los subsidios agrícolas de los países ricos.
Se adopta la tasa Tobin en las transacciones internacionales; son considerados crímenes la formación de carteles y oligopolios, así como la asignación personal de un salario superior a la media nacional multiplicada por veinte. Se prohíbe la propaganda de tabaco y de bebidas, y la exaltación de la violencia y de la pornografía en películas y en programas de televisión.
Todos los políticos con cargos electivos son obligados a mantener en Internet la declaración transparente de sus entradas y sus bienes; las denominaciones religiosas renuncian a todo tipo de fundamentalismo y competencia; el Estado considera crimen horrendo y grave violación de los derechos humanos el hambre, la miseria y la pobreza.
A cada ciudadano le es garantizada una entrada mínima, así como los derechos básicos de alimentación, salud y educación, y un tope gratuito en el consumo de energía, agua y teléfono.
Se superan los prejuicios raciales y antihomosexuales, las discriminaciones étnicas y religiosas, la desigualdad social y el miedo a la libertad.
Habría paz si los países más ricos se aliasen no para bombardear un pueblo miserable como el de Afganistán o de Irak sino para combatir las causas del terror. ¿Cómo evitar el terrorismo si el capital goza en el planeta de una libertad de circulación negada a las personas, si un pasajero es sacado de un vuelo por tener cara de árabe, si el gobierno de los EE.UU. no acepta el Protocolo de Kioto de protección ambiental y se retira de la Conferencia de Durban sobre el racismo?
¿Cómo evitar sentimientos negativos si los EE.UU. invirtieron muchísimo dinero para que Bin Laden combatiera la invasión rusa de Afganistán en 1991, pero no dieron un centavo para promover el desarrollo de aquella nación? ¿Y cómo hablar de combate al terrorismo si la CIA protege a Posada Carriles, el superterrorista cubano que hizo explotar en el aire un avión con 73 pasajeros en 1975 y dirigió torturas en El Salvador y en Venezuela?
El atentado terrorista en los EE.UU. del 11 de septiembre fue horrible. Condenable bajo todos los aspectos. Pero debiera servir al menos para que el Occidente meditara acerca de sus relaciones con Africa, Asia y América latina. ¿Qué queda en Africa después de décadas de colonización italiana, belga, francesa e inglesa? Miseria, guerras, epidemias. El VIH/sida amenaza hoy la vida de 25 millones de africanos.
No podemos cambiar de planeta, al menos por ahora. Si las naciones ricas quieren vencer el terrorismo sólo hay una solución: vencer las causas que producen terroristas. Lo cual significa invertir sus recursos a fin de que la vida digna y feliz, don mayor de Dios, sea un derecho de todos y no privilegio de una minoría.
Predomina en los medios políticos y diplomáticos la idea de que la paz puede existir como mero equilibrio de fuerzas, mediante tratados y acuerdos que hagan cesar la agresión, pero sin eliminar el espíritu belicista, ni las causas que generan los conflictos. La ONU trata de lograr la paz en el mundo, se esfuerza por evitar guerras, pero sin empeñarse suficientemente en erradicar las desigualdades sociales y asegurar a todos los pueblos condiciones dignas de vida.
Isaías apunta el camino de la paz. El profeta Isaías vivió en Jerusalén en el siglo VIII antes de Cristo. Asiria era entonces la gran superpotencia de Oriente. Buscando la expansión de su imperio, los ejércitos asirios invadieron territorios de países vecinos. Siria y el reino del Norte de Israel –Efraim, cuya capital estaba en Samaria– sellaron una alianza para detener a los asirios, pero Acaz, rey de Judá (el reino del Sur), se negó a participar. Se organizó entonces un golpe de Estado para quitarlo y poner a otro rey que fuera más cooperador. Viéndose amenazado, Acaz recurrió a Asiria, que desbarató la conspiración y sometió a Efraim. Como vasallo de los asirios, Acaz permaneció en el poder en Jerusalén. Una década más tarde, el reino del Norte se rebeló contra Asiria. En el año 722 a. C., Samaria fue destruida y su población, deportada. Efraim-Israel dejó de existir. En el 701 a. C., Ezequías, rey de Judá, se rebeló contra Senaquerib, rey de Asiria. El reino del Sur fue saqueado por las tropas de la potencia imperialista y Ezequías quedó confinado en Jerusalén.
Toda la predicación de Isaías, contenida en un libro bíblico, es eminentemente política. Hombre cosmopolita, era consejero del rey de Judá tanto en la época de la guerra sirio-efraimita como en el período en que Ezequías fue mantenido en el poder, pero sin poderes.
“¿Por qué hay tantas guerras?”, se preguntaba Isaías. Su perspicacia política no se circunscribía a ver los efectos. El profeta denunció las causas de las desigualdades sociales, sobre todo la opulencia de las elites: “Pobres de aquellos que, teniendo una casa, juntan campo a campo. ¿Así que ustedes se van a apropiar de todo y no dejarán nada a los demás? En mis oídos ha resonado la palabra de Yavé de los ejércitos: ‘Han de quedar en ruinas muchas casas grandes y hermosas, y no habrá quien las habite’. (...) ¡Pobres de aquellos que se levantan muy temprano en busca de aguardiente, y hasta muy entrada la noche continúan su borrachera! Hay cítaras, panderetas, arpas, flautas y vino en sus banquetes, pero no ven la obra de Yavé, ni entienden lo que él está preparando. (...) ¡Pobres de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien, que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas, que dan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! ¡Ay de los que se creen sabios y se consideran inteligentes! ¡Ay de los que perdonan al culpable por dinero, y privan al justo de sus derechos!” (5,8-23).
Isaías criticaba también la ociosidad libertina de las elites, en especial de las mujeres: “Muy orgullosas andan las damas de Sión, con el cuello estirado y la mirada provocativa, y caminan a pasitos cortos haciendo sonar las pulseras de sus pies. El Señor llenará de sarna su cabeza y quedarán peladas. En aquel día el Señor arrancará sus adornos: pulseras para los tobillos, cintas y lunetas, pendientes, brazaletes, velos, sombreros, cadenillas de pie, cinturones, frascos de perfume y amuletos, sortijas, aros de nariz, vestidos preciosos, mantos, chales y bolsos, espejos, lienzos finos, turbantes y mantillas” (3,16-24).
Como Tolstoi, Isaías aspiraba a una vida de desapego y sencillez. Toda su literatura está impregnada de fuerte connotación utópica: “El lobo habitará con el cordero, el puma se acostará junto al cabrito, el ternero comerá al lado del león y un niño pequeño los cuidará. La vaca y el oso pastarán en compañía, y sus crías reposarán juntas, pues el león también comerá pasto, igual que el buey. El niño de pecho pisará el hoy de la víbora, y sobre la cueva de la culebra el pequeñuelo colocará su mano” (11,6-9).Todo el mensaje de Isaías está concentrado en esta afirmación: “El fruto de la justicia será la paz” (32,17). Es inútil desear la paz sin erradicar antes las causas que producen conflictos, violencia y guerra. Por eso mismo, él se mofaba de los idólatras, que adoraban objetos hechos por manos humanas, y de los que se creían profundamente religiosos pero sin conceder libertad a los oprimidos: “¿No saben cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las amarras del yugo, dejar libres a los oprimidos, romper toda clase de yugo, y compartir la comida con quien pasa hambre” (58,6-7).
Isaías es un caso raro de alguien que convivió con el poder, pero que nunca abandonó su compromiso con los más oprimidos. Su visión de Dios no tenía nada de maniqueísta, ni de fundamentalista. Al equilibrio de fuerzas añadía la justicia; y a la justicia le añadía el amor. Sólo el amor es capaz de superar el derecho y evitar hacer de las diferencias divergencias, pues nos enseña a convivir con quien no es como nosotros, ni piensa como pensamos nosotros y, sin embargo, posee la misma dignidad humana.
De las lecciones del profeta podemos concluir que, sin una ética globalizada, el actual modelo neoliberal de globocolonización no dejará de poner los intereses privados sobre el derecho público, las fuentes de riqueza por encima del bienestar de la población, las ambiciones imperialistas por arriba de la soberanía de los pueblos.
Quizá la meditación de los textos de Isaías nos ayude a recorrer un camino señalado en la geografía bíblica hace 2800 años. Sólo nos queda grabarlo en las entrañas del corazón.
* Fraile dominico, asesor de pastoral y escritor.
De La Jornada de México. Especial para Página/12. Traducción de J. I. Burguet.
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