Mié 25.01.2006

CONTRATAPA

Puente aéreo

› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Si uno vive en Barcelona, más temprano que tarde, sabrá que su vida estará ligada al puente aéreo que lo llevará a Madrid por las mañanas y lo traerá de regreso al hogar por las noches. Ir y volver, arrivals and departures y demasiado aeropuerto para menos de 24 horas provocando en uno la opiácea sensación de estar en las nubes.

DOS La idea es que todo el trámite insume unos fugaces y vertiginosos cincuenta y algo de minutos. Pero los voladores frecuentes de esta frecuencia –los políticos que la semana pasada viajaron a la capital para redondear un Estatut catalán lleno de aristas, los hombres y mujeres de negocios que no parecen otra cosa que estructuras corporales para que sus trajes puedan moverse, o los escritores rumbo a una rectangular mesa redonda– saben que pocas cosas hay más impuntuales que un puente aéreo y así los retrasos suelen superar el tiempo de vuelo programado. Abundan las situaciones kafkianas: el autobús que debe llevarte hasta el avión se pierde por el camino (a veces con uno adentro), abundan los largos trances en el limbo de un avión inmóvil sobre la pista por lo que –efecto dominó– se niegan permisos de despegue y aterrizaje y uno ahí adentro leyendo la noticia sobre lo poco que quieren meterse los gobiernos europeos en el tema de los vuelos secretos de la CIA por cielos y aeródromos del Viejo Mundo trasladando carceleros y prisioneros en aviones que, seguro, salen y llegan a hora.

TRES De ahí que uno se prepare para el puente aéreo como si se dispusiera a dar la vuelta al mundo en unos hipotéticos y utópicos cincuenta minutos. Hace unos meses, en las páginas de El País, el escritor y periodista Arcadi Espada escribía: “De alguna manera, y para la inmensa mayoría de los usuarios del puente, un viaje entre Barcelona y Madrid es una partida que hay que jugar, y como cualquier partida puede ganarse o perderse. No se trata, necesariamente, de volver con el contrato firmado. Basta volver con un presagio, y los hay de todas clases. Sea cual fuere la victoria, por la noche, de vuelta, despunta el cansancio entre los hombres”.
Uno de mis secretos de supervivencia es el de despreciar todo vínculo con la realidad (no leer nada sobre ballenas en el Támesis o sobre piedras espías en los parques de Moscú o sobre las apasionantes variaciones en el talante de los fumadores ibéricos desde que se implantó la reciente Ley Antitabaco) y elegir para el viaje un libro breve, que no supere las doscientas páginas, y que cubra justo los tiempos de retrasos en el suelo y turbulencias en el aire. El libro como anestesia para la demora que nos permita suspirar un “Por lo menos leí todo un libro”. Y advertencia: libro que se empieza a leer en un puente aéreo y no se termina ahí mismo ya no se termina nunca porque nos parecerá, siempre, íntimamente ligado a esos blues. Nunca sabremos si él y ella se casan o quién es el asesino. Y los libros escogidos para la travesía –detalle vital– deben ser libros muy tristes. Así, he leído ahí arriba Esa salvaje oscuridad de Harold Brodkey; The Year of Magical Thinking de Joan Didion; y, la semana pasada, las pruebas de Everyman, la funeraria e inminente nouvelle de Philip Roth. Inmensos libritos magistrales y terribles tratando sobre enfermedades y crepúsculos. Sobre el hecho de que los seres humanos son tanto más frágiles que los aviones. Y, finalmente, sobre la incuestionable felicidad de estar vivo aunque sea en un planeta donde los puentes aéreos no dejan de arder y caer hacia el fondo del abismo de la siempre puntual impuntualidad.

CUATRO Y otra vez Arcadi Espada: “En más de 25 años volando en el puente aéreo sospechaba que nunca había salido y llegado con puntualidad ferroviaria. Tal vez esa puntualidad no sea posible. Tal vez la aviación dependa de demasiadas circunstancias que no controla. Hablé con Iberia la otra tarde sobre éste y otros asuntos. La compañía sostiene que su puntualidad media anual roza el 90 por ciento. Hay que contrastar la experiencia con la estadística, porque es posible que uno elija los días fétidos. Pero lo que me interesaba, sobre todo, era el concepto. Lo que se entendía por hora de llegada y hora de salida. Esta fue la respuesta de la compañía: ‘La hora de salida de un vuelo es la hora a la que quita calzos, es decir, cuando empieza a moverse, y la hora de llegada es su hora de parada, cuando se calza’. Ahora ya lo puedo decir tranquilamente: jamás mis vuelos han cumplido estrictamente los horarios previstos”.
Kafka otra vez: según los responsables, entonces, la impuntualidad no existe. Porque, eliminadas las esperas en el aeropuerto o viajando en el autobús errante de la compañía o adentro del avión inmóvil, lo único que vale es lo que sucede carreteando o flotando. Y, claro, si no hay tormentas o desvíos a otras ciudades o caída libre, siempre llegaremos a tiempo para aterrizar tarde.

CINCO Y otra paradoja: leo que Iberia es una de las pocas compañías de aviación europeas con beneficios económicos a la hora del balance anual. Y que este milagro se debe a la ruta Barcelona/Madrid y Madrid/Barcelona, tramo que es, además, el más utilizado en todo este continente que no deja de crecer. Y, digámoslo, el pasaje del puente aéreo es un pasaje caro que ahora hasta te niega refrigerio a no ser que lo pagues. Según Eurosat –la oficina comunitaria– un promedio anual de 4.000.000 de pasajeros se ajustan los cinturones y enderezan sus asientos y rezan no para llegar sino para llegar a tiempo. Y rezan, también, por la pronta puesta en marcha del tren de alta velocidad entre la joya de la corona y la ciudad condal que ponga fin –o que por lo menos ofrezca opción– a 30 años de dictadura bajo un régimen de azafatas dignas de esa última película con Jodie Foster. Porque, aunque parezca extraño, la supuesta modernidad del concepto no es más que un parche para intentar esconder, en vano, el hecho de que dos ciudades importantes no disfruten aún de la luminosa puntualidad de los trenes rápidos y de leer completos libros apenas un poco más largos y más felices. Y así dejar atrás la súbita revelación –noche y lluvia en Barcelona– de que todo el proceso no insume menos de una hora sino cuatro desde que uno sale para el aeropuerto hasta que entra en su casa; y que, por supuesto, como corresponde, no habrá ni un solo taxi esperándote en la terminal del puente aéreo.

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