› Por José Pablo Feinmann
¿Desde cuántos ángulos se puede entender la historia de este país? Si asumimos la máxima que propone “no hay hechos, hay interpretaciones”, podríamos proponer un relativismo que nos lleve a la aceptación de todos esos ángulos como válidos. Lo son en tanto las interpretaciones impliquen un relevamiento exhaustivo de los hechos. La interpretación que da Alberdi al distinguir entre una democracia bárbara y una civilizada (Escritos póstumos, tomo V) está entre las más atractivas. La democracia bárbara habría sido la de las provincias federales en lucha contra la hegemonía de Buenos Aires, que habría intentado someterlas desde la mismísima Revolución de Mayo. Todo el problema del país, según el eterno exiliado tucumano, radicaría en la integración de estas dos democracias. La integración, desde la literatura, o, más exactamente, desde la poesía, la lleva a cabo Borges en su poema sobre la muerte de Laprida a manos de los montoneros de Aldao. Ahí, en ese texto, Borges plantea el cierre del círculo de una vida, la de Laprida, cuando el “íntimo puñal” de un gaucho montonero le injuria la garganta cerrando la cifra que supo Dios desde el inicio, entregándole, a Laprida, el sentido verdadero de una vida antes consagrada a cánones y latines, entregándole, ahora, con esa muerte, su destino sudamericano. En otro texto, Borges acude a la transitada antítesis entre unitarios y federales. (El Borges público, el Borges de los reportajes agobiantes y de las declaraciones políticas, cultivó esa antinomia con una torpeza lejana a la sutil dialéctica del poema sobre Laprida. Es el Borges que exaltó los fusilamientos del ’55 al decir que se hablaba de esos fusilamientos y no de las torturas del régimen peronista, como si una cosa justificara la otra. Borges dibujó una pequeña historia de la infamia y esa historia le pertenece. La socialdemocracia de los ochenta –que lo asumió y exaltó en totalidad– celebró u ocultó esos exabruptos macabros.) Estábamos en la antítesis entre federales y unitarios y en cómo Borges la propone. Esa propuesta parte de una pared. Borges dice que su color es ahora rosado pero había sido punzó, y los años, escribe, desdibujaron “para su bien” ese color violento. ¡Qué modo de estropear el pasaje de un cuento con una ideología pobre de “buenos” y “malos”! Pero esa ideología (o ese, si se quiere, relato de la historia argentina, federales y unitarios) cubrió todo tipo de espacios. Cierta vez lo metieron preso al historiador federal José María Rosa. Ocurrió, el hecho, allá por los setenta, en los principios, antes de la vuelta de Perón. Preguntado sobre las causas de esa prisión, Rosa, una vez libre, declaró que, seguramente, habría sido cosa de unitarios. La matriz del relato unitarios-federales encuentra su punto más elevado y exquisito en el Facundo de Sarmiento. Es cierto que aquí la superación de la antinomia se da por la fascinación que Sarmiento siente por su materia narrativa. Escribe, y no es casual, la biografía azarosa del Tigre de los Llanos y no la de Rivadavia, hombre de la civilización. Lo seducía la barbarie como material narrativo. Quería ser el Fenimore Cooper de las pampas. ¿Cómo no deslumbrarse con Quiroga? Traza la antinomia civilización-barbarie y no incurre para nada en la propuesta alberdiana –posterior a la escritura de Facundo, pero innecesaria para el sanjuanino– de buscar un punto de unidad entre la democracia bárbara y la civilizada. Facundo es el libro de lucha de los unitarios. Su arma poderosa para derrocar al gaucho de Los Cerrillos. Queda, en ese libro, atrapada la antinomia argentina: civilización y barbarie. Y sus derivados: frac o chiripá, ciudad o campaña, artillería o caballería, Paz o Facundo. Y las que le siguieron. Sobre todo: peronistas y antiperonistas, que ensombrece –todavía– nuestro presente histórico; vigorizada, incluso, hoy. Pareciera que el aufhebung hegeliano le estuviera vedado a nuestra historia. La palabra aufhebung señala, en el sistema hegeliano, el tercer momento de la lógica dialéctica, el que suprime las contradicciones, el de la conciliación delos contrarios en una síntesis superior. Nada de eso entre nosotros. Las antinomias no se superan. Las heridas siguen abiertas o se renuevan por nuevas heridas que expresan los viejos enfrentamientos con algunas modalidades nuevas propias de los tiempos diferenciados, pero sólo eso.
Esa perenne antinomia no expresa, sin embargo, una simplificación de la historia, sino su complejidad y hasta su tragedia. Todos creen tener razón. Nadie ve en la presencia del Otro una verdad que pueda completar la suya. El poema de Borges sobre Laprida propone esa solución. El bárbaro puñal no lo es si le entrega a Laprida su condición de sudamericano. El bárbaro puñal es la otra cara de su identidad, la que completa la perfección del círculo. El puñal del gaucho de la montonera de Aldao asume la figura del aufhebung hegeliano. Le permite a Laprida completar su cifra perfecta. Totalizar, por decirlo así. La Argentina, en conflicto permanente, no totaliza nunca. Esta, hay que decirlo, también es una posible lectura de la historia. La historia como imposibilidad de la síntesis, como eterno conflicto.
Los nacionalistas narran la Argentina partiendo de un ser nacional siempre injuriado por el monstruo externo. El imperio británico y luego el norteamericano. Pero suelen marcar –en sus momentos más inspirados– la complicidad interna de las oligarquías. Otros toman la Revolución de Mayo como el momento inicial y cuasi intocado o santo de nuestra historia. Habría sido, sin más, una revolución y sus héroes los jacobinos Moreno y Castelli y el bueno, purísimo Belgrano. Aquí cuesta creer que un comienzo tan destellante se haya extraviado siempre. Para Alberdi, por el contrario, el extravío empieza, justamente, ahí. El extravío, es decir: el centralismo porteño, el sometimiento de las provincias, de la “democracia bárbara”.
Lo que resulta aún más arduo aceptar es la visión de la derecha oligárquica. Que el país fue grande hasta el ’30 y luego empezó la decadencia. El país no fue grande hasta el ‘30. Fue el país del goce agropecuario. Del despilfarro. Entregada a la fastuosidad que posibilitaba la abundancia fácil, la oligarquía hizo un país para pocos y un país que vivió de lo que le sobraba. El país de los ganados y las mieses. Positivistas, racistas, elitistas, los hombres de la celebrada generación del ’80 consolidaron una nación que no lo fue, que se limitó a construir una ciudad y no un país. Los burgueses conquistadores norteamericanos enviaban a sus ejércitos a exterminar indios (como lo hicieron Rosas y luego, definitivamente, Roca) pero junto con esos ejércitos marchaban los colonos que crearon un mercado interno. Un mercado interno es un país. Un mercado interno genera consumo y el consumo genera industrias. Salvo fugazmente Pellegrini, nadie pensó en industrias en la Argentina que (“mal o bien”, como suelen decir) hizo la oligarquía. Porque “mal o bien” la oligarquía le confía a Roca la llamada “conquista del desierto” y Roca le da la tierra a diez familias. “Mal o bien” los burgueses conquistadores Sarmiento y Mitre hacen la “guerra de policía” después de Pavón y dejan el interior despoblado. “Mal o bien” hay que traer a los inmigrantes. “Mal o bien” se dicta la Ley de Residencia, llamada por el despiadado Cané “dulce ley de la expulsión”. “Mal o bien” crean una Sociedad Rural que habrá de apoyar todos los golpes militares, ya que confía más en la espada que en la democracia. “Mal o bien” el país de los ganados y las mieses se destruye en el treinta por el deterioro de los términos intercambio: las materias primas bajan y los productos manufacturados suben. La ociosa oligarquía ignoraba que las manufacturas siempre habrían de valer más porque –al ser eso: manufacturas– tienen “valor agregado”, algo que la oligarquía ni soñó agregarles a los ganados, a las mieses: ¡si la riqueza brotaba sola! “Mal o bien” la oligarquía, es cierto, hizo un país. Pero no lo hizo “mal o bien”. Lo hizo mal. Jugó en nuestra historia el papel del amo hegeliano. Se confinó al goce, a la ganancia fácil. Decidió, como todo amo, vivir de los esclavos, a quienes, siempre que intentaron cambiar su condición, les envió al coronel Varela de la Patagonia trágica en todas sus variadas y siempre (también) trágicas encarnaciones. No es la única culpable de las derrotas o de las irrealizaciones de este país, pero es la protagonista de sus más decisivas derrotas.
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