› Por Juan Sasturain
Hay cosas que antes se usaban y después se dejaron de usar, como la confitería El Molino, las rodilleras de los arqueros y el balcón del Cabildo. Hay nombres, como Alicia o Raúl que –al igual que las galochas– ya nadie se pone ni les pone a los pibes. Hace rato que no hay wines ventiladores ni profesores de caligrafía. Charles Atlas no vende más por correspondencia su Método de la Tensión Dinámica para dejar de ser “un alfeñique de 41 kilos” y ya no se oyen, por radio, los consejos de El Amigo Invisible. Además, todos los días y sin que lo registremos, algo termina: se cierra la postrera mercería del barrio de Saavedra, realiza su último viaje el vapor de pasajeros Bombay-Singapur. Muertes alevosamente anunciadas que en apariencia no le interesan a nadie. Pero a veces queda el agujero. Y se nota.
Ahora, en estos días y entre otras pálidas, nos llega de Nueva York un cable con la noticia del cierre de The Shadows, el gimnasio que el inoxidable Tony Lomuto primero, y su hijo Andrea después, regentearon durante sesenta años en el corazón del Bronx. La noticia es un alevoso golpe más bajo la línea del cinturón del boxeo, una actividad que apenas se sostiene –sentida y contra las cuerdas– desde hace muchos años. Porque con The Shadows se cierra algo más que un salón mal ventilado con olor a resina, actividad de cuerpos sudorosos y voces rectoras porfiadamente dialectales: desaparece una escuela, una manera original y revolucionaria de entender el ir y venir de las piñas.
Acaso en ese inusual afán de excelencia haya estado el germen de un final que no se puede calificar de imprevisto. Porque The Shadows fue el ámbito donde el ítalo yanqui Lomuto, durante más de medio siglo, se dedicó a algo que no tenía nada que ver con la usual concepción del gimnasio en tanto “fábrica de campeones”. Aunque supo descubrir diamantes en bruto y esculpir con ellos peleadores estelares –tres docenas de púgiles formados entre sus transpiradas sogas accedieron a las diferentes coronas–, el paradójico orgullo de Lomuto nunca pasó por ahí. Jamás se constituyó en manager o apoderado de sus pupilos exitosos. Por el contrario, maestro del side step clásico, solía dar un paso al costado una vez que los ponía en el ranking mundial y en la antesala de la gloria. Después, los acompañaba, pero sólo hasta ahí. Su atención estaba puesta en otro objetivo, una tarea más ardua y sutil: la creación de perfectos “boxeadores virtuales” (si cabe la moderna acepción), sparrings, en el lenguaje tradicional del deporte de los puños, shadows en su concepción.
Lomuto, que en algún momento de la segunda posguerra trocó las bolsas de harina de la cadena de pizzerías familiar por la bolsa de arena de un oscuro sótano lleno de negros transpirados, desde el comienzo tuvo claro que su gimnasio debía ir más allá del manoseo de bíceps e ilusiones. Que el servicio no se agotaba en baños limpios, el punching tenso, el aceite verde a punto y el manejo del jab, las rutinas de la soga, la mecanización de movimientos en ataque y retroceso. Había una tarea anterior a la que no cabía, literalmente, sacarle el cuerpo: la detección de aptitudes, el desglose profesional. No todos los que iban al gimnasio eran/serían boxeadores genuinos aunque repitieran los gestos, se soñaran pasado mañana bajo las luces del Madison. Pero el destino de los más –esa mayoría empeñosa– no tenía por qué ser simplemente residual. Había otra orientación vocacional no menos importante, un arte específico que no era el mero resultado del descarte y la golpeada resignación. Y trabajó sobre eso.
Desde el comienzo, cuando reclutó desde estibadores a diarieros barriales todo tamaño y todo terreno para instruirlos en el arte de pegar y no dejarse pegar, Lomuto tuvo claro –y así lo transmitió– que la tarea de sparring no consistía simplemente en ser blanco móvil de los aspirantes a campeón, sustituto de la sufrida bolsa. Ser sparring era un oficio, una vocación diferente –y así lo enseñaba– de la del boxeador pleno: “El buen boxeador debe tener un estilo, una modalidad de pelea; el buen sparring, no: debe ser más y menos que eso. Debe ser un actor, un transformista capaz de copiar, imitar estilos y boxeadores puntuales”. Según la teoría de Lomuto, mientras el boxeador actúa, obra; el sparring, en cambio, representa. El boxeador debe –y en eso va su destino– ser sí mismo; el sparring –y en eso radica su arte– parecer otro. Lo que es ensayo para los boxeadores –el entrenamiento– es el momento de la verdad para los sparrings, devenidos, según esta concepción activa de su papel, shadows.
A partir de los dos modelos básicos –el fighter o peleador frontal, atacante, y el estilista contragolpeador–, Lomuto desarrolló una nutrida tipología, simulacros de estilo con variantes adecuadas a las diferentes tallas y categorías: un lujo. El prestigio del gimnasio hizo que se acercaran más sparrings vocacionales que boxeadores...
Así, The Shadows se jactaba, en su momento de esplendor, de tener un sparring a la medida no sólo de cada boxeador sino para cada pelea puntual. Eso hizo que el servicio se hiciera cada vez más completo, personalizado y caro, sólo apto para campeones genuinos: no cualquier boxeador podía “usar” esos sparrings exquisitos sin quedar desairado.
Los mejores y más famosos shadows –como el increíble Jesse “The Plastic” Carter– desarrollaron aptitud para representar estilos diversos: podía ser un peleador agresivo de continuidad extenuante, un tiempista sistemático, un huidizo bailarín, un pegador lento y estático. Incluso, su capacidad mimética le permitía, en casos puntuales y con el adecuado estímulo, subir diez kilos o bajar otros tantos.
Es probable que el hiper desarrollo del oficio y la autoconciencia creciente de sus cultores haya distorsionado el sentido original del servicio. Los estupefactos Lomuto vieron cómo se enrarecía el clima y la decadencia del gimnasio se volvió irreversible: ya no eran los campeones quienes buscaban determinados sparrings para entrenar sino que había shadows que elegían campeones para mostrarse. No podía durar.
Y no duró. Hoy el soberbio proyecto de Tony Lomuto es simplemente un local vacío en el corazón del Bronx, recuerdos, sombras nada más.
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