› Por Eva Giberti*
Matar a los niños y a las niñas garantiza un estilo de poder de los adultos. Transparenta su eficacia y deja al descubierto el placer que golpear significa cuando la víctima no puede defenderse.
Matar niños y niñas constituye un antiguo ejercicio que no debe sorprendernos –aunque nos indigne–, como si fuésemos ajenos a las evidencias cotidianas que, en nuestro país y en el mundo, deja al descubierto ese oficio de matar inocentes, o de prostituirlos –que es otra forma de matarlos– o esclavizarlos –que es otra forma de matarlos– o abusarlos, incestuarlos, abandonarlos o reventarlos a palos.
Al lado de quienes pelean diariamente por los derechos de los chicos, los defienden y comprometen su vida y su profesión en ello, tenemos un universo de maltratadores y homicidas potenciales esperando que una criatura quede a su merced. Más vale que lo entendamos de una buena vez y terminemos con la visión idílica del “amor por los niños” que parecería estar a disposición de la comunidad toda.
Lucas y meses antes Marquitos, que tenía un año y ocho meses, muerto a golpes por el compañero de su madre en diciembre del 2005 después de haber sido reintegrado legalmente a su familia reconocidamente brutal, son iconos de un mundo de víctimas que transita diariamente delante nuestro.
Lucas fue el patético protagonista de una situación que corresponde al ejercicio de la guarda de niños en espera de ser adoptados, cumpliendo con el tiempo previo a la adopción, durante el cual los pretensos adoptantes y el niño se conocen y conviven durante seis meses.
Quienes tienen que conocer a ambas partes son los psicólogos y los trabajadores sociales que estudian las características de la criatura y de las futuras familias adoptantes, y los jueces. Los jueces tienen la máxima responsabilidad porque ellos son los que dictaminan si esa familia puede o no hacerse cargo de ese niño o niña, después de estudiar los informes técnicos.
Los profesionales a cargo de realizar las visitas en los domicilios de la familia que asume la guarda tienen la obligación de hablar con él en el ámbito del grupo familiar y a solas. Además de evaluar la actual situación familiar y revisar si lo que se dijo en los informes iniciales, cuando los pretensos adoptantes se inscribieron, se mantiene tal cual. Porque una cosa es lo que los futuros padres dicen durante las entrevistas para responder al informe y otra cosa es lo que sucede en los domicilios una vez que quienes no lograron engendrar han “conseguido” (palabra feroz y violenta de uso común en este ámbito de la adopción) un niño para ahijarlo.
Los estudios técnicos a los que deben acceder quienes se proponen para ser adoptantes generan molestias en algunos de ellos, porque estiman que ocupan demasiado tiempo. Es el tiempo preciso para intentar discernir las características de las personas a las que consideraremos en condiciones de convivir responsablemente con una criatura. La frecuencia con que nos encontramos con personas violentas y con personalidades cuyas neurosis reclaman una psicoterapia sostenida nos excusa de cualquier tardanza.
Lo grave en nuestro país reside en el caudal de adopciones que se organizan de manera ilegítima, aunque intervenga un juez, sin que, en oportunidades, los aspirantes a guarda aporten un diagnóstico resultante de los estudios que los organismos oficiales proveen.
Y aun así, desde esos organismos, la desinformación, el descuido y la simplificación que entraña la frase: “Tenemos que encontrarle una familia al niño X” conduce a errores mortales que no se justifican afirmando que hay sucesos que no se pueden prever.
Una criatura en guarda debe tener una supervisión pediátrica y los responsables por el seguimiento de esa guarda necesitan mantener contacto con ese profesional, que es quien desviste al niño para revisarlo. Y al que no se le pasan por alto los moretones inexplicables en sus cuerpos infantiles. Los jueces, cuyos escritorios están tapados por los expedientes, también pueden decir que creían estar haciendo lo mejor. Y los profesionales intervinientes seguramente están convencidos de lo mismo. Pero Lucas está muerto. Lo mataron a golpes aquellos a quienes el Estado les confió su cuidado. Y a esas personas las eligieron entre todos aquellos que ahora afirman que hay situaciones que no se pueden prever. Los profesionales tenemos recursos para sospechar de los comportamientos de determinadas familias, sobre todo si conocemos las actividades de quienes las conforman. Y en particular cuando el niño proviene de instituciones, entrenado en obedecer, callarse la boca y aguantarse lo que pueda sucederle, por elemental y primario ejercicio de supervivencia.
Mis años de trabajo con adoptantes, jueces, profesionales y chicos adoptados me permiten afirmar que no necesariamente se podrá prever, pero sí hay obligación de vigilar una vez que el Estado dijo haber encontrado una familia para una criatura. Niños en estado de adoptabilidad que, aunque algunos protesten por mi afirmación, son considerados ciudadanos de segunda por haberse quedado sin su familia de origen.
El trato que estos niños y niñas suelen recibir es lo que me permite afirmar que, si bien no todos los jueces ni todos los profesionales piensan y operan de ese modo, ahora me estoy refiriendo a quienes suponen que le hacen un favor a Lucas al encontrarle una familia. Sin haber entendido, ni aprendido, que ése es, era, el derecho de Lucas, defendido por la Convención de los Derechos del Niño. A Lucas no se le hizo favor alguno al buscarle una familia –ya vemos de qué índole–, solamente se cumplió con la ley que debió protegerlo y que reclamaba una familia para él. Lo que también reclamamos es insistir en la capacitación del personal que interviene en la vida de los chicos, cualquiera sea su rango y su especialidad. Particularmente en materia de violencia, ya que actualmente, matar, violar, explotar, prostituir y drogar a niños y a niñas constituyen un eje informativo de la cotidianidad.
Esta vez fue un niño en guarda esperando una adopción. Otras veces son sus padres, en otras oportunidades el compañero de la madre. O sea, quienes en las funciones familiares intercalan el derecho de matar. Porque la paternidad y la maternidad están asentadas en sujetos que priorizan su necesidad de satisfacción y de alivio: “Lo castigaba porque me hacía perder la paciencia, me ponía nervioso” es una de las frases favoritas de los golpeadores y homicidas.
Cuando alguien apela a mi práctica profesional para preguntarme “¿No será gente enferma?”, desde mi práctica profesional le respondería: “Usted, ¿por qué piensa que son enfermos? Porque si lo fueran quedarían exculpados de sus violencias. ¿O usted supone que quien mató a Lucas solamente lo golpeaba a él? ¿A qué se debe este afán suyo por atenuar la responsabilidad de quien mata un chico a golpes?”.
Y su contestación sería: “Sí, pero siempre hay que pensar en la alternativa de la enfermedad”. Pensar en esas alternativas constituye, al mismo tiempo, la escapatoria para probar la falta de imputabilidad de quienes ejercen el supuesto derecho de golpear y de matar. De solicitar ser considerados ciudadanos con todas las garantías que la ley les otorga, desconociendo el derecho a la vida de sus víctimas. Lo desconocen, lo niegan, pero no lo ignoran, eligen “dejarse ir” en el torbellino placentero de su violencia envolvente.
Esas garantías son las que no tuvieron Marquitos ni Lucas. Porque hay un universo consentidor, indiferente y cómplice que –contra todos los esfuerzos y prácticas de quienes no dejamos de denunciar, escribir, protestar y alertar– sigue golpeando y matando. Porque para eso existen los chicos, en tanto sujetos destinados a producir satisfacción y alivio de “sus nervios” a los adultos. Además de disponer del innombrable pero presente placer que produce el destruir vidas.
Lucas y Marquitos, nombres para recordar, sabiendo que ambos podrían estar vivos si los responsables por ellos hubiesen entendido que la Convención de los Derechos del Niño ha sido escrita con la sangre, con los huesos quebrados y con los sexos violados de millones de niños y de niñas que están en este planeta sin haberlo elegido.
* Aclaración de la autora: Este artículo fue redactado teniendo en cuenta sólo la información disponible en los medios de comunicación.
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