› Por Rodrigo Fresán
UNO Empieza con un hombre hojeando el periódico, deteniéndose en una noticia, leyéndola, recortándola cuidadosamente con unas tijeras (con el mismo cuidado que otros coleccionistas dedican a mariposas o a estampillas) y, enseguida, llamando por teléfono a su editor en un prestigioso semanario para comunicarle que ya sabe, por fin, sobre qué quiere escribir. Quiere escribir sobre esa noticia que acaba de leer en la primera plana de The New York Times, 15 de noviembre de 1959, dice el hombre. Quiere ir a investigar in situ el brutal asesinato de toda una familia de granjeros en una pequeña ciudad llamada Holcomb, en Kansas.
Es un momento formidable. El instante preciso en que un escritor descubre cuál va a ser su próximo libro y que, además, será una obra maestra. El más íntimo e intransferible de los Big Bangs llevado a una pantalla luminosa en la oscuridad de una sala de cine.
Lo que empieza así –luego de una serie de postales de paisajes desolados de Kansas fundiendo con un horizonte de Manhattan– es una gran película titulada Capote, dirigida por Bennett Miller y protagonizada por Philip Seymour Hoffman.
DOS Hollywood no suele hacerles justicia a los escritores y, no conforme con eso, también los ha tratado muy mal. Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner son los casos más célebres (un muy interesante y sádicamente entretenido libro de Ian Hamilton se ocupa de contar sus padecimientos y los de muchos otros en la llamada Fábrica de Sueños). Y, no conforme con ello, no satisfecha con torturar a los narradores fuera de las películas, Hollywood también se ha dedicado a banalizar el oficio en los films. La práctica de la literatura es uno de los trabajos menos cinematográficos y cinéticos que existen y así solemos temblar cada vez que se abre la puerta de un largometraje para que entre alguien y se presente como escritor. Hay contadas excepciones: Julia, Barton Fink y Smoke son algunas de las pocas que se me ocurren y que consiguen mostrar, total o parcialmente, el modo en que funciona la cabeza de alguien que vive buena parte del día en otro planeta o –como decía Capote– sabiendo que “es una vida muy penosa enfrentarse todos los días con una hoja en blanco, rebuscar entre las nubes y traer algo aquí abajo”.
TRES La génesis del libro titulado A sangre fría (1966) probablemente sea una de las más fiel y abundantemente documentadas en la historia de las letras norteamericanas. Varias biografías donde destacan la de Gerald Clarke y George Plimpton y John Malcom Brinnin, todo un capítulo del tan desopilante como desesperado volumen de conversaciones de Truman Capote con Lawrence Grobel, artículos del propio autor, un reciente y revelador epistolario (que Lumen pronto editará en castellano) y abundantes artículos más o menos neoperiodísticos dan cuenta de los cómos y los porqués de semejante acontecimiento que, dicen, cambió la vida literaria de su país y, seguro, la vida de Capote. El film de Hoffmann –antepongo el nombre del intérprete al del realizador porque se trata más de cine de actor que de autor, por más que uno y otro sean grandes amigos desde los 16 años y que éste sea, queda claro, un proyecto largamente acariciado por ambos– investiga y evoca el proceso de más de seis años que le llevó a Capote concluir A sangre fría en base a primerísimos planos, una actuación portentosa, varios secundarios de lujo, silencios elocuentes y música fúnebre para acabar contando varias historias al mismo tiempo. Varias líneas que se entretejen en una: el modo en que un escritor descubre y posee una trama, el modo en que esa trama acaba poseyendo al escritor, el modo en que escritor y trama y fiction y non-fiction acaban siendo una sola cosa, el modo en que la construcción de un libro puede modificar oderrumbar una o varias vidas. En este sentido, Capote –filmada en poco más de treinta días– es una love story poco convencional pero no por eso menos apasionada y una obra moral en el mejor y más elegante sentido de la palabra. Una advertencia tan clara y al mismo tiempo difusa como aquella que se leía a las puertas del Infierno de Dante o en el sello hasta entonces intacto del sepulcro de Tutankamón. Es decir: una de esas advertencias que sólo existen para no hacerles caso.
CUATRO Mientras escribo esto, aún no se sabe si Philip Seymour Hoffman –quien días atrás ya ganó el Premio de los Críticos de Los Angeles y el Golden Globe y el Independent Spirit Award– se ha llevado un merecido e indiscutible Oscar a casa. Tampoco importa demasiado que se lo den o no, porque en la naturaleza de los premios está la de ser injustos. Ignoro si a él le importa ganarlo. Supongo que no (porque no necesita que le confirmen su raro y personal talento) y que sí (porque un Oscar hace subir tus acciones y te abre puertas para poder seguir haciendo más grandes y mejores cosas). Lo que sí importa es que su caracterización de Capote no se queda en el calco de físico y de modales –como viene ocurriendo en las recientes y cada vez más numerosas caricaturescas biopics– sino que va mucho más lejos. El Capote de Hoffman incluye, además, la caracterización del proceso de pensamiento y de creación de Capote. Su método de mirada de rayos X sin párpados, su voz de serpiente hipnótica y su memoria prodigiosa capaz de derrumbar tanto a un asesino llamado Perry Smith obsesionado con desenterrar el tesoro de la Sierra Madre como a un autodestructor Marlon Brando que lo único que deseaba era enterrarse. Y, también, a sí mismo. Porque si algo cuenta Capote es la forma en que Capote se valía de una habilidad quirúrgica para localizar los puntos flacos en los otros a partir de las propias debilidades. Y una vez localizada la herida –recordar esa célebre frase suya sobre el don y el látigo y la autoflagelación– hundir en ella la pluma y la espada y extraer, una a una, las palabras.
CINCO Hoffman dijo que lo que le interesaba del “personaje” Capote era su costado vampírico y el modo en que se nutría de los demás para crecer como persona y artista. Este octubre se estrenará otra película sobre el escritor norteamericano: Infamous: Every Word Is True, dirigida por Douglas McGrath, con Toby Jones en el rol de Capote y Gwyneth Paltrow y Sandra Bullock en el reparto. Allí –sin ignorar el hecho de que la espera de un final para A sangre fría fue el inicio del crack-up del escritor– se llegará hasta la grieta de gracia: la imposibilidad de cerrar el vasto proyecto proustiano de Plegarias atendidas. Un vitriólico y chismoso exposé sobre la alta sociedad neoyorquina que bien podría haberse titulado A sangre azul y que, al publicarse un anticipo en Esquire, provocó un sismo en los penthouses de Manhattan que hizo caer a Capote desde las alturas para ya nunca volver a ser el que fue, iniciando una larga caída libre, un suicidio en cámara lenta, una cuenta regresiva de pastillas y botellas y drogas varias.
SEIS En 1980, cuatro años antes de su muerte, Capote reuniría textos sueltos en el magistral Música para camaleones (varios de ellos publicados en la revista Interview de Andy Warhol, otro vampiro genial), entre los que se encontraba la nouvelle “Ataúdes tallados a mano”, nueva y perfecta aproximación al true-crime. Fue por entonces cuando lo entrevistó el escritor Edmund White y fue a él a quien Capote le confió que todo se reducía a una única verdad: “Bueno, ya sabes, uno escribe unos cuantos libros... El resto es una vida horrible”, le dijo.
Capote –una de las mejores películas de los últimos tiempos, una lección de literatura hecha cine– termina en el segundo preciso en que Capote, luego de una ejecución, en un avión de regreso a casa, en las nubes, habiendo conseguido el final para su libro y sintiéndose culpable de todos los cargos, comienza a intuir la condena a perpetuidad de lo que, con el tiempo, será una certeza imposible de apelar o de liberar y olvidar bajo fianza.
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