Más de un año después, siguen llamándome la atención los versos que entonan los familiares de las víctimas de Cromañón. “Ni una bengala ni el rock & roll”, parece querer decir algo como “no fue esta sociedad, no fue esta cultura la que mató, fue alguien, algo que vino de afuera”. Con ese mismo cántico fue recibida la noticia de la destitución de Ibarra por parte de los familiares de las víctimas. Y esa falta de autocrítica no se refleja sólo en la sociedad argentina, sino también (y especialmente) en sus representantes. Debo reconocer que no escuché todos los discursos de los legisladores porteños en la sentencia, apenas diez. De esos diez, sólo una legisladora del Frente Grande cuestionó el papel del cuerpo que integra, votando, quizá paradójicamente, por la absolución del jefe de Gobierno. Esta legisladora debería tener en cuenta que en el sistema judicial no tira la primera piedra sólo aquel libre de pecado. Haber cometido uno el mismo error (como, a mi entender, lo cometió toda la sociedad, puesto que los incendios en boliches no estaban en la agenda de nadie) no exime al responsable de preverlo de la sanción por el incumplimiento de su deber. El legislador Rebot, a pesar de sus pobres citas de Maquiavelo y Kant, dio en el clavo cuando habló de responsabilidad. Ibarra es un responsable legal, pero no tiene más responsabilidad moral sobre la tragedia que la que tiene el resto de la sociedad argentina. Por eso uno no puede evitar sentirse alterado cuando escucha a la hermana de una víctima declarar cosas como “Ibarra se tiene que ir del todo, porque es un corrupto”. No creo que Aníbal Ibarra sea un corrupto, un asesino o un inmoral. Lo veo como un funcionario que no estuvo a la altura de las circunstancias. Y esos epítetos deberían reservarse para tantos otros que realmente han hecho mérito suficiente como para ser dignos de ellos.