› Por Rodrigo Fresán
UNO De todos los ingenios concebidos por el genio humano, pocos han evolucionado más y más rápido que el teléfono. Nacido en el ’63 (nada había cambiado demasiado desde aquel “¡Watson! Venga aquí, lo necesito” de Alexander Graham Bell) yo recuerdo a la perfección los pesados dinosaurios negros con disco, la llegada del plástico liviano con botonera (y esos apéndices mutantes del contestador automático y el fax), la independencia extraviada del inalámbrico (que instituyó ese deporte doméstico de la búsqueda del teléfono como tesoro sonoro). Y, después, una verdadera y acelerada revolución genética: los primeros e incómodos móviles que se extinguieron rápido para dar paso a la invasión de unidades cada vez más compactas y perversamente polimorfas. Los teléfonos celulares de hoy parecen empeñados en alcanzar el tamaño mínimo pero decisivo de células y albergan, en las tripas de sus chips, cada vez mayor número de funciones. El celular como aleph. Un celular de última generación no sólo ofrece la obviedad de enviar y de recibir llamadas o mensajes escritos; ahí adentro también está la agenda, la cámara fotográfica, el GPS, la filmadora, la televisión, Internet, la computadora, los videojuegos, e-mail, archivo de garabatos, posibilidad de conectarse a casi todo y tantas otras cosas que no tengo muy claras porque nunca tuve celular. Ahí adentro está la vida entera. Y así aquel cortazariano reloj –que pensábamos que nos regalaban cuando los regalados éramos nosotros– hoy ha sido suplantado por el celular. Un artefacto que no nos cuenta del implacable paso del tiempo sino que nos impide darnos cuenta de todo el tiempo que perdemos mientras intentamos, con nuestros dedos tan primitivos, embocar esos botoncitos tan futuristas.
DOS Y, claro, ahí adentro también están todos los estudios científicos y las leyendas urbanas. La certeza de que en España –uno de los países más adictos al aparatito– los niños de primaria les aúllan a los reyes magos para que les traigan la magia de un celular y que, para la adolescencia, ya son adictos perdidos a escribir en un idioma cada vez más sintético y con menos letras. Los más maduros que han sucumbido a la “pornografía móvil” (el 75 por ciento de facturación en este rubro se cosecha en Europa; el pasado enero se celebró en Miami el Primer Congreso de Contenidos Adultos para Móviles y se predice un boom orgiástico cuando, en el 2009, estos programas accesorios puedan penetrar por fin el mercado norteamericano) y abundan los intercambios de “gemitonos” donde, en lugar de un ring, se oyen los jadeos que anteceden al orgasmo y a la felicidad de ya no tener que levantar el tubo. Y, claro, los nenes que alguna vez espiaban las Playboy de los papis, ahora descargan y copian; y José Antonio Luengo, secretario general del Defensor del Menor madrileño, alerta que la exposición prolongada a contenidos para adultos genera “un trato inadecuado de la sexualidad, sin componente emocional, en el que se banaliza y se quita importancia a las relaciones afectivas, saludables y respetuosas así como al cuerpo del otro” y, ok, muy interesante, pero te dejo porque me está entrando una llamada de Erika Dominatrix. Y, ah, los rumores de que cada comunicación equivale a una dosis pequeña de radiación en nuestras neuronas. Los susurros en cuanto a que tener una antena de celulares cerca de casa equivale a leucemia segura. La leyenda que hay una frecuencia que comunica con los muertos. La historia del hombre que dejó a su mujer por un celular o del celular perdido que, al ser hallado y devuelto, consolidó al matrimonio más perfecto de la historia. La paranoia de que un celular equivale a ser siempre localizable por seres “queridos” como por sicarios de difusas agencias gubernamentales. La hipótesis de que los celulares son organismos extraterrestres. Verdades o mentiras, el celular no sólo ha revolucionado la realidad de todos los días sino, también, el ritmo de las ficciones. Las telenovelas y los policiales ya no son lo que eran (las buenas y malas noticias llegan a los personajes en una intermitencia de corazón o en un estremecimiento de cerebro), las series han saltado a las palmas de las manos (los responsables de Lost ya han anunciado la emisión, en exclusiva para celulares, de data extra e indispensable para su seguimiento que no se verá en televisión) y, ahora mismo, en algún escenario del planeta, en cualquiera de esas tan espantosas como inevitables adaptaciones modernas de Shakespeare, Richard III grita: “¡Un celular! ¡Un celular! ¡Mi reino por un celular!”
TRES Y, de haber vivido unos años más, Philip K. Dick hubiera hecho algo al respecto. Pero otro King (no llamado Richard sino Stephen) acaba de hacerlo con Cell, novela con la que regresa al terror puro y duro. King –la solapa advierte que no tiene celular, la primera página ostenta dedicatoria a Richard “Soy leyenda” Matheson y George “La noche de los muertos vivientes” Romero y está todo dicho– propone una trama donde el monstruo es el celular y en la que, un 1º de octubre, todos los usuarios de todo el mundo reciben al mismo tiempo una llamada desde alguna parte que los transforma en el acto en zombies que vociferan cosas que suenan un poco árabes (“¡Eyelah! ¡Eelah-eyelah-a-babbalah naz!”) y proceden a hacerse pedazos entre ellos y todo lo que se les pone al alcance de la mano y de los dientes. Como en las fantasías de Matheson y Romero, unos pocos continúan siendo los que eran luego de acontecido lo que se denomina como “El Pulso”. Y esos pocos son, claro, los que –como King– no poseían ni habían sido poseídos por un celular. La premisa –que daría para un muy buen episodio de Twilight Zone– se extiende por 400 páginas y, mutando a road novel, Cell acaba fatigando un poco con tanta carnicería y tecnicismos y suposiciones. Y al final nada es revelado. Se insinúa un acto terrorista, otros prefieren hablar de castigo divino, muchos mueren, algunos sobreviven y uno acaba deseando que el héroe hubiese atendido el teléfono y a otra cosa.
CUATRO Y la pesadilla extrema de King –como suele ocurrir en sus libros– no es otra cosa que la sublimación absoluta de un miedo real. Es decir, yo ya he visto celuzombies: gente que lo único que hace es hablar sola por la calle, hombres que no pueden estar un minuto sin comprobar si alguien les ha hecho una llamada, imbéciles que siguen olvidando apagar a sus amorcitos en cines y aviones, parejas en restaurantes que se encuentran para hablar por móvil mientras –¡cuidado!– más y más adolescentes españoles o británicos se enganchan a lo que denominan “el collegazo” o “happy snapping”. Lo que equivale a ir por la calle pegándole o prendiéndole fuego a desconocidos (parece ser que es más gracioso si se trata de mendigos o de gays o de enfermos), mientras un amigo los filma con su móvil y colgar la hazaña en Internet para que otros las bajen a sus móviles.
Todo esto y mucho más, seguro, en alguna próxima novela no de Stephen King sino de Chuck Palahniuk. Hasta entonces, el autor de esas grandes novelas que fueron y siguen siendo El Resplandor y Misery (novelas que no podrían escribirse hoy, porque la existencia de celulares atrofiaría muchos de sus giros argumentales) insiste que no tiene móvil pero ha autorizado la comercialización de un ring-tone promocional de Cell: uno atiende y oye la voz del mismísimo King advirtiendo que falta menos para esa última y definitiva llamada telefónica. El principio del fin del mundo. La muerte convertida en la Gran Operadora. Líneas torcidas y ocupadas para siempre. El Pulso y todo eso. En resumen: lo que contará King cuando uno atienda es que de un momento a otro vamos a sonar nosotros.
Mientras tanto, suenan ellos.
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