› Por Enrique Medina
Por memorativas circunstancias, tanto en la prensa gráfica como en la radio y en la televisión, últimamente se ha recurrido hasta el exceso a los lugares comunes más elementales. En general, el uso del lenguaje cotidiano no se enriquece con la búsqueda existente en el rango superior que ofrece un idioma, sino por la criptografía de las nuevas generaciones en la Internet, la publicidad, el lunfardo, el facilismo, etc. Por esto es que en cada nueva edición el diccionario de la Real Academia (y el resto) simplemente se limita a aceptar lo que, bien o mal, elige la mayoría. Aunque esto pueda constreñirse a lo concreto, físico, fáctico, y pueda parecer inofensivo, no lo es, porque siempre tanto la acción humana como un objeto obedecen a una idea, responden a una necesidad. Incluso el arma que mata incluye un concepto filosófico: la picana es sádica, el revólver es cobarde, el cuchillo por íntimo y arriesgado puede ser valiente. Por eso es que una buena intención se torna grave cuando sin investigar, para validar lo propio, ya sea por ignorancia o ligereza, se recurre a pruebas o conceptos equivocados pero bendecidos por el paso de los años que, por la sola repetición, alcanzan la mitología.
Esto se transforma en pensamiento único, y el pensamiento único, además de mentiroso y aburrido, es peligroso y grave, porque el tergiversar informa mal y confunde al destinatario y, sobre todo, se ningunea la legitimidad. Borges siempre viene a cuento: se abusa de que él dijo que “la democracia es un abuso de la estadística”, sin avisar que la cita es un suave plagio a Pío Baroja que, mucho antes, en “Las Españas” escribió: “La democracia es el absolutismo del número”. Tampoco se aclara que, con el triunfo de Alfonsín, en la entrada de la Feria del Libro se destacaba un texto en el que Borges se desdecía a favor de la democracia. El mismo, ya finado, sufrió lo que puede entenderse como un plagio al revés cuando aventureros de la vida natural le achacaron un texto enanizante, aquel antipoema deyectivo “Instantes” que ni Héctor Gagliardi se hubiera animado a escribir y que en realidad pertenece a la sensible norteamericana Nadine Stair, jefa de redacción de un periódico barrial especializado en dietología. Lo propio le ocurrió a García Márquez con una supuesta despedida de la vida que apareció en Internet, cuyo texto era tan fachoso que a nadie se le ocurrió buscar al pícaro culpable. Valga este preámbulo para dilucidar la genuina autoría del texto cuyo primer verso informa: “Primero vinieron por...”. En razón de esotéricos artilugios, citadores profesionales de izquierda-centro-derecha siempre han atribuido estas líneas a Bertolt Brecht. Y si bien Brecht es ajeno a este manotazo a su favor, tampoco es justificable el error debido a que el texto no figure, formal y convencionalmente, en ningún libro; ni es donosa la acción del aprovechador que se lo endilga a Brecht por mera suposición o porque así lo decidió el inconsciente colectivo. El verdadero autor, Martin Niemöller, nació en 1892 en Lippstadt, fue condecorado en la Primera Guerra Mundial como oficial de submarinos, tuvo simpatías por el primer nazismo pero terminó en prisión cuando puntualizó que él, como pastor luterano, tenía un solo Führer y ese era Dios. Desde 1937 a 1945 estuvo en los campos de concentración de Sachsenhausen y Dachau. Al salir se convirtió en presidente del concilio mundial de iglesias protestantes y en el discurso de asunción proclamó el credo confesional que lo eterniza. En 1967 recibió el premio Lenin de la Paz, en 1971 la Cruz Alemana al Mérito. Y hasta el 6 de marzo de 1984 en que decidió morir en Wiesbaden a los 92 años, fue un activo militante pacifista. El credo, armado como poema, algunas veces con título agregado: “Ellos vinieron”, y con quitas y añadidos según intereses de coyunturas, ha sido traducido a todos los idiomas respetando su autoría. Inexplicablemente, sólo en nuestras extraviadas tierras se promueve el plagio en perjuicio de la verdad. Esta es una de las tantas versiones de lo dicho por Niemöller.
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