› Por Atilio A. Boron
El Siglo del Horror, el veinte, con sus bombas atómicas, el napalm, los bombardeos masivos y sus daños colaterales, es también y antes que nada el siglo del genocidio. El primero fue perpetrado por el Imperio Otomano en contra de los armenios: un plan sistemático de terrorismo de Estado elaborado y ejecutado para exterminar a una minoría. O, como diríamos hoy, para efectuar una “limpieza étnica”. Si bien las estimaciones varían se calcula que entre el 24 de abril de 1915, fecha en que unos 800 intelectuales y artistas armenios fueron pasados por las armas, y 1923, fueron ultimados cerca de un millón y medio de hombres, mujeres y niños. Hubo antes un ensayo, en Adaná, en 1909, cuando treinta mil armenios fueron aniquilados impunemente. La indiferencia universal convenció a los fanáticos que sus planes no tropezarían con obstáculo alguno y, en 1915, estallada la Primera Guerra Mundial, lo pusieron en marcha. Como el Imperio Otomano se alió a Alemania y Austria, la derrota de éstas precipitó su catastrófico derrumbe, abriendo las puertas a la república. Pero sería la consolidación de la Revolución Rusa lo que pondría fin al martirio de los armenios.
Este primer genocidio no alcanzó a conmover la conciencia de los líderes del “mundo libre”. Sólo después del Holocausto de los judíos la figura del genocidio quedaría incorporada al Derecho Penal Internacional, en 1948. Sin embargo, el armenio no goza de buena prensa y sigue soterrado bajo una espesa conspiración de silencio. La República de Turquía, como estado sucesor del Imperio Otomano, ha hecho del “negacionismo” su divisa: el genocidio no existió. Armenia era la “quinta columna” de los rusos y los enfrentamientos bélicos, los desplazamientos y los infortunios propios de la guerra fueron los que produjeron las bajas. Si el genocidio fue una tragedia, el “negacionismo” es una farsa y una infamia casi tan dolorosa como las masacres que intenta encubrir.
La abierta complicidad del imperialismo explica el éxito de esta tentativa. Aliada estratégica de Estados Unidos y miembro de la OTAN, Turquía ocupa un lugar principalísimo en el dispositivo militar norteamericano. Desde su territorio se vigila eficazmente a Rusia, como antes a la URSS; se monitorea el Mediterráneo oriental y se controlan los altamente volátiles enclaves petroleros del Medio Oriente. Junto a Israel y Pakistán, Turquía es uno de los gendarmes privilegiados de Washington y la “ayuda militar” que le proporciona sólo es superada por la que se destina a Israel y Egipto. Según la Casa Blanca el régimen de Ankara es “un aliado fundamental en la guerra global contra el terrorismo, la reconstrucción de Irak y Afganistán, y el establecimiento de una democracia pro-Occidental en la región”. El Informe del 2005 sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado exalta las “elecciones libres y la democracia multipartidaria turca”, pero debe reconocer que “pese a los progresos persisten todavía serios problemas en materia de derechos humanos: restricciones políticas; asesinatos ilegales (sic); torturas; detenciones arbitrarias; impunidad y corrupción; severas restricciones a la libertad de prensa, palabra reunión y asociación; violencia contra las mujeres y tráfico de personas”. ¡Menos mal que hubo progresos en estas materias! Claro que tratándose de un aliado incondicional estas cuestiones no son importantes. En marzo de este año John Evans, a la sazón embajador estadounidense en Armenia, fue emplazado por la vitriólica señorita Condoleezza Rice a rectificar sus imprudentes declaraciones formuladas en la Universidad de California/Berkeley reconociendo que las matanzas de 1915 se encuadraban en la definición de genocidio de las Naciones Unidas. Evans violó un tabú y su franqueza le salió cara. Días después fue removido de su cargo, y con modales no precisamente diplomáticos.
El “negacionismo” turco no sólo encuentra un sólido apoyo en Estados Unidos. Cuando en el 2001 el Parlamento francés reconoció la existencia del genocidio el gobierno de Chirac se apresuró a “cajonear” lo resuelto por la Asamblea y a dejar sin efecto sus consecuencias. El reconocimiento del genocidio armenio es una penosa asignatura pendiente que requiere de urgente reparación. Los infatigables reclamos de la comunidad armenia a nivel internacional han impedido que el tema cayese completamente en el olvido. El tan anhelado ingreso de Turquía a la Unión Europea es una ocasión inmejorable para exigir el abandono de la política “negacionista” especialmente cuando se comprueba que la perversa afición de los círculos gobernantes de Ankara por la “limpieza étnica” persiste hasta nuestros días. Sólo que las víctimas ahora son los kurdos: 3 mil aldeas fueron arrasadas en los ochenta y los noventa del siglo pasado, y dos millones de kurdos fueron desplazados de sus lugares de residencia, prohibiéndoseles hablar en su lengua, poner nombres kurdos a sus criaturas y vestirse con los colores que los distinguen. El genocidio kurdo, también practicado por Saddam Hussein con la anuencia de Washington, continúa con la complicidad y el beneplácito de los celosos custodios de la democracia y los derechos humanos a ambos lados del Atlántico norte: los Bush, Blair, Berlusconi, Aznar y otros de sus ralea, que hicieron de la duplicidad y la hipocresía su razón de estado, condonando masacres y asesinatos a mansalva en la medida en que favorecieran sus intereses. Reconforta saber que la lucha de la diáspora armenia no ha sido en vano, y que más pronto que tarde la verdad y la justicia habrán de prevalecer. Hay gente valerosa en Turquía que se ha fijado las mismas metas. La novelista Elif Shafak es una de las tantas que luchan contra las mentiras oficiales. “Si hubiéramos sido capaces de reconocer las atrocidades cometidas contra los armenios –declaró hace poco– habría sido mucho más difícil para el gobierno turco cometer nuevas atrocidades contra los kurdos.” Dada la explosiva situación imperante en la región convendría tomar nota de su observación, y recordar que los genocidios del pasado siglo fueron posibles gracias a la complicidad del imperialismo y sus aliados.
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