› Por Juan Sasturain
El aparatoso lanzamiento que realizó hace un par de semanas el National Geographic Magazine en Washington de la primera traducción al inglés de El Evangelio de Judas actualizó, si cabe, un enigma dos veces milenario: el paradójico lugar del Traidor por antonomasia. Según el informe y el programa de televisión oportunamente lanzado ad hoc y urbi et orbe (para ponernos a tono con el tema), el manuscrito hallado en Egipto en la década del setenta consta de 23 papiros escritos de ambos lados en lengua copta, el idioma de los cristianos primitivos; pero se trata –según los expertos– de la traducción de uno anterior griego realizada alrededor del siglo IV. Es decir que el supuesto original, fruto de una de las tantas sectas que convivían con mayor o menor armonía en esos informes, fecundos años, es contemporáneo de los textos sagrados después reconocidos. Sólo que estuvo perdido durante 1700 años.
Este llamado Evangelio de Judas –no “según Judas”, porque no es él el redactor– tiene diferencias claves con respecto a la versión de los hechos de la Pasión que han propuesto hasta ahora los Evangelios. “Es el relato secreto de la revelación que Jesús contó en una conversación con Judas Iscariote durante una semana, tres días antes de que celebrara la Pascua”, comienza el manuscrito. Según el relato subsiguiente, el consuetudinario traidor no resulta ser tal sino, por el contrario, el mejor amigo de Jesús, el único que sabía quién era –el Hijo de Dios– y además el elegido por el Mesías para ayudarlo a completar la misión que se supone vino a cumplir en la Tierra. Es por eso precisamente que cumpliendo órdenes, nunca tan superiores como en este caso, lo entregó “para que se cumplan las Escrituras”.
“Tú superarás a todos los demás discípulos. Tú sacrificarás el cuerpo que me viste”, le habría anticipado el Mesías a Judas en un diálogo a solas que los demás apóstoles nunca compartieron. “Levanta tus ojos al cielo”, lo consuela Jesús antes de avisarle (“el que avisa no es traidor”, se supone que le dijo con divina ironía) que, por un beso identificador y el cobro de treinta monedas, sería “maldecido por generaciones”.
Tal cual. En estos últimos días y aprovechando la Semana Santa, Benedicto XVI abrió el paraguas de la ortodoxia católica al ratificar la condición perversa, irreductible, de Judas. Y está claro que para la versión oficial su pecado no fue la traición –después de todo el simple Pedro negó a Jesús tres veces y terminó siendo no obstante la piedra sobre la que edificó su Iglesia–, sino la desesperación, la falta de fe y de confianza en ser perdonado que lo llevaron, tras entregar a Jesús, al suicidio.
Hay dos cosas notables que señalar en medio de tanto revuelo. Una, que no es nada excepcional que aparezca una “versión diferente” a la acuñada por la ortodoxia, porque hubo desde el inicio y durante los primeros siglos del incipiente Cristianismo múltiples testimonios con respecto a la vida y hechos de Jesús. Los Evangelios canónicos –Mateo, Lucas, Marcos y Juan– son sólo cuatro versiones, similares entre sí y seleccionadas casi dos siglos después, dentro de un conjunto de textos de diverso origen tan rico como interesante: los llamados Evangelios Apócrifos. Y cabe recordar que “apócrifo” no quiere decir, en principio, “falso” –como ha pasado a significar–, sino “secreto”, “no accesible a cualquiera”, se supone que por las particularidades de su contenido, sólo accesible a los iniciados. Tal la salvedad que apunta Borges en su prólogo a la edición de esos evangelios desechados que eligió para su Biblioteca Personal. En ese sentido, entonces, el nuevo testimonio hallado no hace sino sumar un mirada más a ese corpus novelesco y heterogéneo en el que, por ejemplo, ya en el fragmento del Evangelio de Bernabé, Judas aparece nada menos que sustituyendo al mismísimo Cristo en la cruz y engañando incluso a su santa madre...
La otra cuestión para remarcar, entonces, es que tampoco es la primera vez que se ilumina la figura de Judas desde otro ángulo, superador de la esquemática traición. Por ejemplo, y sin ir demasiado lejos, el agónicocreyente Nikos Kazantzakis en La última tentación de Cristo, y Martin Scorsese con él, pone a Jesús –Dafoe– en el lugar del director que reparte los papeles del drama y a Judas –Keitel– en el consciente peor lugar, el de “hacer de malo” para que la acción se desencadene, para que haya drama e Historia. ¿Por qué El lo elige a él? Porque es su (mejor) amigo. Así, es Judas quien se sacrifica por Jesús. Es su prueba de amistad. Desde el otro rincón, el ateo militante José Saramago en El evangelio según Jesucristo también dibuja una tesis similar a la desempolvada ahora por el manuscrito copto.
Pero una vez más fue Borges –que ya en “Tema del traidor y del héroe” jugó en los límites de la ironía y en clave política con las necesidades heroicas de una comunidad que no podría digerir una traición pero sí tolerar la habitual mentira piadosa– uno de los primeros en especular sobre el tema desencadenante de la Pasión desde el mismo distanciado escepticismo que le permitió en su momento esbozar una Historia de la Eternidad. En “Tres versiones de Judas”, texto de principios de los cuarenta recogido en Ficciones, Borges inventa y baraja teólogos nórdicos para argumentar brillantemente contra la vulgar historia del beso y los irrisorios treinta dineros. Es decir: desde la ficción se ha construido reiteradamente un verosímil más interesante, superador de la poco convincente historia oficial.
En todos los casos, las variantes que motivan al supuesto traidor son mucho más ricas. Ya sea el tironeo de la doble lealtad –al Amigo o a la Causa– que un Judas Iscariote militante resuelve con orgullosa y fanática convicción y se suicida luego para confirmar la versión que será oficial. Ya sea otra menos laica, digamos fundamentalista, que haga a Judas el más literal y consecuente de los seguidores, que entregue al amigo por amor y mayor gloria de Dios, para obligar a Este a que Lo salve en la instancia final y demuestre que es su Hijo pero que después, ante la muerte en el Gólgota, sienta que ha sido en vano, que todo era mentira, y se suicide cargado de culpa, horror y decepción...
De todas maneras, sea como fuere, es curioso pero no casual que si la Religión necesita del sacrificio de un traidor, la Institución se funda en una doble cobardía: Pilatos (el Imperio) y Pedro (la Iglesia) se borran en el momento de la verdad para después volver a armar, con los fragmentos, algo a su medida.
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