› Por Cristian Alarcón
¿Dónde termina Buenos Aires? En Barracas, al sur, en el borde del río escondido. Allí Viviana Ledesma, una mujer joven, cría a su hijo y les da espacio a los ajenos, reducida a nueve metros cuadrados de intemperie tóxica, sin quejas, sin pretensiones y propietaria de lo suyo, al fin y al cabo. A sus 16 la muchacha logró comprar ese espacio cansada de vivir en la pieza de chapa de sus padres, justo al lado. Con su marido aprovecharon una oportunidad que les dio el mercado, en funciones y aceitado, aún en la miserable frontera. “Cuando se cayó ese árbol y esto empezó a derrumbarse, la señora que estaba acá se buscó otro lugar y nos vendió esto que queda. Le pagué 200 pesos.” Viviana es una de las 500 mil personas que viven al lado del Riachuelo.
En la Villa 21 las cosas no suelen ser tan difíciles, dice Norberto, un hombre que también vive pegado al río. El lleva 30 años en el sitio. Es más, su casa fue una de las tres que permaneció de pie cuando los militares arremetieron con sus topadoras para desalojarlos y moverlos al barrio San José, al sur del Gran Buenos Aires. “En esa época nos dejaban construir sólo con cartón. No podíamos hacer los ranchos ni de chapas de cinc, ni de madera”, recuerda. Ellos resistieron. Aprovecharon la ubicación estratégica, a la retaguardia de toda la Villa 21, que por entonces era un páramo de barro.
“A carretilla limpia” le fueron ganando al río. Hace años, donde ahora pisamos, había líquido. El fluido fue siendo acorralado a un estrecho curso que justo en esa zona dobla en semicírculo y forma una península, justo frente a la canchita del Club Victoriano Arena, de Avellaneda. Desde el patio de Norberto, donde preventivamente instaló un cerco de chapa, no se alcanza a vislumbrar ese recodo. Pero Norberto sabe los caminos de la villa, y saludando a los que pasan por el apodo, camina hacia un fondo más fondo que el suyo propio.
En el pasillo de casillas construidas sobre el Riachuelo, el Riachuelo no se ve. Apenas se distingue si se espía por las rendijas de las chapas que ocultan el rancherío. En el camino tres pibes escuchan cumbia sentados contra el muro de lata. A Norberto lo secunda Marta, una vecina que guía al cronista y aprovecha para hacer su propia excursión por una zona que jamás visita, aunque vive a una cuadra: es raro, pero cien metros en esta zona de frontera es mucha distancia.
Marta mira por el agujero de una chapa y alcanza los ojos de Viviana, de un melancólico gris azulino. “Acá hay unas chicas”, dice. Es ahí donde Viviana y Mariela lavan ropa en una bañera de bebé. Mariela vino hace dos meses, expulsada por una pobreza peor, desde San Miguel, junto a su marido y sus tres hijos: el de cinco; el de dos y la beba que mece en los brazos, de tres meses. Los chicos, incluido el hijo de Viviana, gozan de una vitalidad extrema. Corren por el patio y juegan entre los cartones acumulados. Uno se sienta junto a la basura de la orilla, de donde lo saca su madre.
La niña, de ojos azules, tiene una mirada de viejo. Sobre la piel de las cejas se le nota la escamosis. En la salita de salud a Mariela le dieron una cera especial, pero parece no servir para nada, entre la mugre. Por lo demás, aseguran que no sienten los efectos de la contaminación. “Por ahora es el olor que no se soporta a veces, y las ratas.”
Cuando un especialista le describió a este cronista lo que encontraría en la trastienda del Riachuelo, no pudo ser más fiel a la realidad. “Son toboganes de bolsas de residuos llenas, que bajan hacia el río, tirados por los mismos pobres que sobreviven entre enfermedades. Así termina la ciudad de Buenos Aires.”
“Nos estamos cayendo, pero parece que aguanta”, dice Mariela del terreno que ocupan, en franco declive hacia el riacho. Las raíces del árbol se asoman dos metros abajo, en la orilla, y en medio del agua el resto del árbol frena las bolsas de basura y forma una isla transitada por ratas y sobrevolada por moscas. Sobre el sur, recortado como un viejo tablón, el puente ferroviario que cruza a la provincia por el que caminan dos pibes. En el horizonte alcanza a notarse el perfil de una toma de tierras reciente, y la silueta de la vieja fábrica SIAM, cerrada. Muchos de los ranchos de la orilla fueron reforzados y armados con las chapas saqueadas tras el cierre, hace ya veinte años.
Por algún motivo, que ellas no saben explicar, ni Viviana ni Mariela, ni sus maridos, cobran un plan social. Al mediodía almuerzan en uno de los comedores de la villa. A la tarde toman la merienda en otro. Cuando se cayó el árbol, cuenta Viviana, la visitó una asistente social que no volvió a aparecer. Definitivamente, el lugar resulta invisible. Cerca de esta costa se ubican las mallas que actúan de barrera de contención de la basura que baja flotando. De esa manera queda detenida antes de lucir espantosa a los ojos del turismo en la vuelta de Rocha.
Ahora las chicas esperan que lleguen sus maridos de cartonear por el centro de Pompeya. Cuando anochece acomodan los colchones en el estrecho dormitorio de madera. Sueñan, dicen, con construir una casa de material lejos del olor que antes de la lluvia se hace sentir hasta la náusea. Por ahora permanecen en la orilla. Les hubiera gustado comprarse un terreno en la toma, que queda sólo a media cuadra. Pero ya están cobrando 500 pesos por el más barato, donde termina Buenos Aires.
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